Opinión

La duquesa roja

Luisa Isabel Álvarez de Toledo Maura fue la XXI duquesa de Medina Sidonia, la XXV condesa de Niebla, la XVII marquesa de Villafranca de Bierzo y la XVIII marquesa de los Vélez. En una entrevista para un medio de comunicación extranjero, la periodista le preguntó por el título nobiliario que más satisfacción le producía. Su respuesta fue escueta: “El de duquesa roja”. En contra de la concepción popular que se tiene de este ardiente título adquirido por propios méritos, su origen nada tenía que ver con la vinculación conceptual que el adjetivo tiene con los ideales comunistas. La bautizó así una periodista del New York Times cuando intervino en la defensa del bienestar de los habitantes del pueblo almeriense de Palomares, tras un accidente aéreo que invadió el lugar de radioactividad. Por la redacción del periódico norteamericano se oía decir: “Hay una duquesa española que está interviniendo en el caso”. Ante el desconcierto y el desconocimiento real de qué duquesa era, la llamaron así para identificarla. De esta manera, el título de duquesa roja lo mereció por su ayuda social a los desamparados.

La trayectoria de esta bisnieta de Antonio Maura, aparentemente desordenada y desorientada, estuvo coronada por un juicio exacto y contundente, con un claro referente. Puede pasar por la lógica de la naturaleza si adelanto que su paradigma fue su madre, pero no tanto si especifico que aquella mujer de recuerdo dominador, de atracción intensa y original, sentó como pocas los cimientos de su única hija en apenas diez años. Inteligente, bella, muy espiritual, de alma romántica, María del Carmen Maura de Herrera fue la elegida por el destino para ennoblecer definitivamente la historia de los Maura.

Una noche de verano, el Rey daba un baile en el palacio de la Magdalena, en Santander. Aquella noche, Carmen Maura debió ascender la escalinata de palacio como una diosa llena de debilidad mortal, y Joaquín Álvarez de Toledo Caro, Grande de España, hombre de atormentadas sombras históricas, aparecería valiente y temblando ante semejante escena. Era ya duque de Medina Sidonia, marqués de los Vélez, marqués de Villafranca del Bierzo y conde de Niebla. A cambio, ella ostentaba su pertenencia a una de las familias más ricas del país; además, su padre estrenaba un título ducal, había sido nombrado presidente del Patronato de la Biblioteca Nacional y había accedido a ser ministro de Trabajo y Previsión en el gobierno del almirante Aznar y Cabañas.

Volviendo al pasaje del palacio real, excitado ya el estremecimiento fulmíneo ante el primer encuentro de los padres de Luisa Isabel, quizás deba especificar que su importancia estriba en que aquel primer acercamiento suponía la culminación de las aspiraciones de los I duques de Maura, que hicieron posible que una de sus hijas accediera a uno de los linajes de más abolengo e importancia histórica de cuantos hay en España. No se podía aspirar a nada más alto que no fuera la Corona, habían llegado al cénit de sus anhelos sociales y familiares. La boda tuvo lugar el 12 de octubre de 1931, en Biarritz.

Fotografía de la boda de Luisa Isabel Álvarez de Toledo Maura.

El 18 de agosto de 1936 nacía Luisa Isabel en Estoril. El desencanto del duque por la llegada de una niña no pudo disimularse. Fue un parto complicadísimo, que casi costó la vida de Carmen, quien quedó muy perjudicada, imposibilitándola para la llegada de más hijos. Tras la recuperación de ambas, la familia Álvarez de Toledo se instaló en Sanlúcar de Barrameda, dónde él debía velar por su patrimonio familiar, y siempre bajo la protección económica de los duques de Maura. Ése fue el principal escenario de la infancia de Luisa Isabel. El hambre era la melodía de fondo. En una carencia casi absoluta de protección social, Carmen Maura, la solidaria duquesa, en la soledad de su palacio medieval, asumió con decisión el pulso que le había puesto la Historia y habilitó una enfermería, que ella misma regentaba. Estos años de la infancia de Luisa Isabel en Sanlúcar de Barrameda se deslizaron dulcemente bajo el fortísimo lazo de ternura que la unía a su amantísima madre. Esta amable realidad de su primera infancia ayudará a comprender una parte importante de la urdimbre social y afectiva que conformó el paisaje de su tormentosa vida.

En septiembre de 1946, en la estancia estival en San Sebastián, la XX duquesa de Medina Sidonia, la nieta de Antonio Maura, la madre de Luisita Isabel, murió a causa de un cáncer fulminante. Dejó sola a su niña de diez años. La vida de Luisa Isabel dio un quiebro dolorosísimo. Me atrevería a insinuar que nunca se recuperó de la pérdida de su madre. Ya nadie la quiso igual, ni la comprendió igual. Las semillas ideológicas que Carmen Maura había sembrado en ella quedaron, pero sin terminar de fraguar. Eran frutos aún verdes. La había abandonado demasiado pronto. El resto de su vida fue una incesante búsqueda de ese amor perdido, de esa alegría de su infancia en tierra andaluza, del calor de su gente, de la alegría popular. Dio vueltas y más vueltas para conocerse, para encontrarse, para entender; y, finalmente, entendió y se sinceró volviendo al origen de sus años más felices, en la histórica casa de su linaje, en suelo andaluz, donde tan feliz había sido junto a su madre.

Tras quedar huérfana, Luisa Isabel fue a vivir a Madrid, a casa de sus abuelos maternos. Se acabaron los juegos en la calle, los rayos del sol, la alegría de la guitarra al son de una rumbita, las caricias de mamá, la posibilidad de ir despeinada, el agua salada y fría sobre la cara. Se iniciaba una nueva vida, marcada por la ideología de su abuela, una nacarada condesa cubana de refinados gustos inquebrantables, que dejó claro a todos los miembros del numerosísimo servicio y de la amplia familia que aquella niña que iba a estar bajo su tutela era, ante todo y sobre todo, la marquesa de los Vélez, y como tal había que tratarla.

Comenzaba a crecer la herida del desarraigo, de la soledad, de la incomprensión y, como consecuencia, aparecía el monstruo de la rebeldía, la defensa monstruosa ante una situación indeseada e inmanejable. Se convertía poco a poco en hija lasciva del privilegio y de la excentricidad, con una afición desmedida por ser el centro de atención. Nacía en ella la mujer cínica y deshecha, en una efervescencia de rebeldía, de irresponsabilidad y de egoísmo, frutos de un íntimo dolor superlativo por el amor maternal perdido y por todo el mundo de afectos y tierna comprensión que su madre fallecida representaba.

Nunca fue capaz de adherirse a ningún código estipulado, su sistema teórico era el suyo propio. Tenía un acusado espíritu crítico, muy clarividente, enfocado hacia la justicia social. Lo puso al servicio de los demás en el período histórico que le tocó vivir, defendiendo los intereses de los más desprotegidos con una gallardía incólume. Carente de prejuicios, los contornos de su historia se han desenfocado en multitud de ocasiones. Vivió consagrada a su papel en la historia, que, con sus sombras y sus curvas de vértigo, y dañando y siendo dañada, supo entender desde la cuna. Ella se sabía la más alta aristocracia y, si era eso lo que de ella le interesaba a alguien –su astucia era poderosísima-, más valía que ni apareciera por palacio. Para el sencillo amigo fiel, en cambio, siempre había en su casa un plato de sopa. Se acercaba a las cocinas y decía “Por favor, pongan más agua al caldito que tenemos invitados”.