AZUL Y ROSA | MI SEMANA EN OKDIARIO

A diez mil metros de altura…

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El semanal de ABC del pasado 5 de junio publicaba una evocadora entrevista (evocadora para mí) con Reza Pahlavi, el hijo primogénito del fallecido último Shah de Persia en la que declara querer una revolución que obligue a caer el régimen de los ayatolás.

La entrevista de Marc Pitake, del Der Spiegel, viene ilustrada por varias fotografías, entre ellas la de Farah con sus cuatro hijos, Reza, entonces de 15 años, Farahnaz de 13, Ali Reza de 10 y Leila de 6. Dramática imagen, ya que los dos últimos se suicidaron durante el exilio.

También la fotografía de la coronación del Shah y Farah, el 26 de octubre de 1967, como emperadores de Irán y cuya ceremonia tuve el privilegio de vivirla directa y personalmente, y que la propia Farah quiso recordar a 10.000 mil metros de altura, en el vuelo de Air France de Amán a París después de que asistiéramos a los funerales del rey Hussein, el 7 de febrero de 1999.

Ella viajaba en compañía de su hijo Reza Pahlavi en business. Mi gran sorpresa se produjo no sólo cuando, al verme, abandonó a su hijo y su cómodo asiento para sentarse junto a mí y Carmen, mi mujer, que íbamos en turista sino que, dirigiéndose a ella y a todos los que podían escucharle, confesó: «Aunque ustedes no lo crean, este periodista logró, el día de mi coronación, introducirse en mis habitaciones mientras me despojaba del manto y de la corona en compañía de mi esposo, después de la ceremonia de nuestra proclamación como emperadores de Irán».

Yo había sido testigo con otros periodistas en el Salón de los Espejos del palacio de Golestan y allí, a tan sólo unos metros de distancia, pude ver cómo mi admirada Farah se arrodillaba a los pies del Shah, cual Josefina ante Napoleón, «para recibir en mi cabeza la corona de emperatriz. Me pareció que acababa de consagrar a todas las mujeres iraníes», según me comentó mas adelante en una entrevista.

Finalizada la ceremonia, repito, los nuevos emperadores se trasladarían en carroza y con miles de soldados y policías protegiéndoles, cubriendo las engalanadas calles de Teherán, hasta el palacio de Niavaran, donde posarían en traje ceremonial, con mantos y coronas, ante la prensa acreditada.

«Temí que le detuvieran»

Al término del posado, los periodistas fueron invitados a abandonar no sólo la estancia sino el palacio. Yo, que lo conocía por haberlo frecuentado en numerosas entrevistas a Farah, decidí perderme por sus salones para llegar, ante mi sorpresa, a las habitaciones más privadas, donde me encontré a los Emperadores despojándose de mantos y coronas. Incluso fui testigo de cómo comentaban –en algunos momentos parecían estar discutiendo– la ceremonia, mientras Reza Pahlavi, el heredero que también participó en la coronación, daba saltos arrojando la gorra de su uniforme por los aires.

«Cuando le vi, temí que le detuvieran de un momento a otro. Pero me dio por reír, pensando cómo había tenido la osadía de llegar hasta ahí sin que le detuvieran. No sabéis cómo se las gastaba la policía de aquella época…», comentó Farah en el avión sobre mi incursión en las estancias palaciegas, comentario que lanzó a viva voz a quienes la estábamos escuchando sorprendidos.

Por todo esto y mucho más, al lector no le extrañará la dedicatoria que Farah escribió en el libro de sus memorias y que con gran emoción recibí el día que personalmente me entregó: «Para Jaime Peñafiel, que estas memorias sean un viaje a mi vida que tú conoces y aprecias tanto».

La manteilla española

Tanto que, tras el derrocamiento de la familia imperial y su salida del país aquel 16 de enero de 1979, el reencuentro con Farah no estuvo exento de emoción. No en vano yo había sido el único periodista en convivir con la familia imperial en vísperas de su derrocamiento y de su éxodo, más que exilio, buscando un lugar, no para vivir, sino para que el Shah pudiera morir. Cuando me recibió en la villa mexicana de Cuernavaca, yo le llevé como regalo una mantilla española. ¡Qué lejos estaba de pensar que cubriría su dolor, primero como viuda, tras la muerte del Shah en El Cairo, llevándola por primera vez en su entierro y luego en los funerales de sus dos hijos que se suicidaron!

¿En qué me habré equivocado?

Durante aquella visita a Cuernavaca, apareció el ex emperador para saludarme, y, en medio de la conversación, de pronto se hizo una pregunta que me desconcertó. «Usted que ha visitado tanto mi país y que tan bien lo conoce, ¿en qué cree usted que me he equivocado para encontrarme en esta situación?». Y siguió reflexionando sin esperar mi respuesta que no la tenía: «Cierto es que muchas veces me he dicho ‘debería haber hecho esto, debería haber hecho lo otro…’. Y con esa idea en la cabeza me preguntaba cuándo, cómo y por qué. Pero al final me decía para consolarme: lo que ha pasado, pasó. Ya nada se puede cambiar, pero usted no puede imaginarse lo terriblemente doloroso que es cuando uno tiene que abandonar su país y, lo peor, para siempre. ¡Qué puedo decirle si ya ve como estoy!».

Y en las cinco horas largas que duró el vuelo de Amán a París, tuvimos tiempo de recordar tantas y tantas cosas. Había olvidado ya los agravios de los países que no quisieron acogerles, después de la generosidad que ellos habían tenido cuando fueron sus anfitriones, pero a quien no olvidaría jamás fue a Jimmy Carter, el que fuera presidente de los Estados Unidos. Su presencia en Amán le impidió a ella asistir al entierro de Hussein para no encontrarse con quien tanto les había humillado, hasta el extremo que, cuando visitó oficialmente Irán, ya mantenía conversaciones con Jomeini preparando el golpe de estado que derrocaría al Shah. La gran traición.

Chsss…

¡Con cuánto entusiasmo se la ve levantando el puño con las mujeres indígenas empoderadas de Guatemala!

Para hablar bien del hijo no tienes por qué insultar al padre. Y escribir que Felipe da una imagen que ni Brad Pitt es excesivo. ¡Un poco cortesano sí que me pareces!

Aunque la famosa suegra asista, como reclamo, al restaurante del yerno, dudo que sea capaz de hincarle el diente a la presa ibérica de la carta, según un famoso gastrónomo. «El restaurante está bien, pero no para comer» (Beatriz Miranda dixit).

Sigue con la misma obsesión de siempre cuando viaja: el baño sólo para mí.

Su ama de llaves era una joven novicia alemana de singular belleza. Corrían rumores pero… todo el mundo callaba (Manolo Vicent, dixit).

Según el compañero «las cartas del puto amo son de una perfidia victimista que es un gozo disfrutarlas».

Prefiero al hombre cada vez más «holograma de sí mismo» que al millonario violento y penoso protagonista de sus gansadas.

Ha cumplido 92 años y, según el de la voz de su amo, cumplirlos es una desgracia. Desgracia es no cumplirlos, querido.

Después de cinco meses hospitalizado por una infección de un hongo, celebra emocionado con la presentadora el fin de la pesadilla.

Reconoce que nunca sintió tanta alegría como cuando su hija nació y tanta tristeza al saber que ésta había decidido quitarse su apellido.

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