La corbata, el cretino, la civilización

En la época contemporánea, la vida de las corbatas ha ido languideciendo irremisiblemente. En mi pueblo, cuando yo era un chaval, los domingos los señores lucían ternos con su correspondiente corbata y las señoras los vestidos que se habían comprado en Pamplona o en Zaragoza. Era un espectáculo gozoso. Ahora los domingos son un día tan corriente como los demás, la gente apenas va a misa y por eso se ha perdido la costumbre de tomar un vermú y una ración de calamares fritos al estilo orly, que ahora se llaman en tempura. Algún amigo, y ya no digamos los periodistas del régimen, dicen que los tiempos han evolucionado. Esto es una obviedad. Han cambiado, pero a peor. Qué podemos esperar del futuro si en la cadena COPE, que es de los obispos, los locutores y periodistas, normalmente de derechas, tutean groseramente a sus oyentes. El abismo.
El pasado fin de semana he visitado en la Residencia a mi querida Conchita. Y a lo largo de una de esas conversaciones banales y deliciosas me pregunta: ¿Y por qué no te compras unas sandalias? Acusé el golpe como si se tratara de un mazazo. Le respondí: «Mamá, como me vuelvas a sugerir tal atrocidad no vuelvo por aquí». ¡En qué cabeza cabe un Belloso con sandalias! Ya se ve que la ola de vulgaridad rampante, impulsada por tantos años de socialismo, de camaradería, de tuteo y de entronización de la comodidad ha contaminado hasta a la edad provecta.
La corbata, en este caso de color negro, fue poco a poco reduciéndose en mi pueblo a los funerales, pero ahora ya ni eso. El máximo esfuerzo que hacen mis vecinos con motivo del entierro es ducharse ese día, cambiarse de muda, ponerse la mejor camisa del armario y rociarse de colonia. De modo que en este camino hacia el precipicio la corbata ha quedado limitada a la del novio de la boda -los invitados hace tiempo que prescinden de ella y del traje de rigor- y está condenada al cadalso. Llegados los postres, los amigos le quitan la corbata al prometido, que ya llevaba desanudada y arrugada como un estropajo, y la castran con una tijera paseando las partes del puzzle en una bandeja para que los convidados aporten una propina que alivie la luna de miel de la pareja. Pero este juego puede convertirse en muy peligroso si los comparecientes en el ágape son más brutos que de costumbre. Recuerdo el caso de un íntimo del novio de turno que se presentó para el desguace de la corbata provisto de una motosierra y a punto estuvo de cortar la yugular del contrayente y dejar viuda en el acto a la esposa cómplice de la broma. La gente aplaudía a rabiar, emitía sonoras carcajadas y pasó un momento inolvidable que todavía sigue contando décadas después.
No sé si realmente cualquier tiempo pasado fue mejor pero aquel en el que ibas a cualquier oficina de la administración, a los bancos, a un gran almacén y los empleados varones te asistían con su traje, ya fuera barato, y su corbata correspondiente, eran admirables. Este acto constituía, en mi opinión, una muestra de respeto por el cliente. Ahora, en todos estos lugares los trabajadores van ataviados de cualquier manera, a veces sin afeitar y a menudo te despachan con mal humor. Al parecer, estas son las consecuencias irreparables de la modernidad. Las sandalias y las chanclas repugnantes, el calzado deportivo, el auge de la sudadera y del ominoso pantalón corto han venido para quedarse, y como dice el insigne Ignacio Camacho, citando a Lipovestky, reflejan con crudeza el espíritu de cada momento de la historia. Todo tiempo tiene un pensamiento dominante -en el nuestro el socialismo, el igualitarismo, el populismo, la fraternidad universal sudorosa y grasienta- y una estética que lo refleja con esta apariencia intensamente hortera.
Antes, en los restaurantes de lujo de Madrid se exigía corbata, y por si acaso el comensal había cometido el delito de venir sin ella, el servicio disponía de varias para que eligieras. A mi no me ha pasado nunca, por cierto. Ahora, en cambio, se puede ir a almorzar a Horcher, a Lhardy o a Zalacaín en Madrid, y a Vía Véneto en Barcelona sin esta prenda memorable e incluso solo en camisa. La corbata ha quedado limitada a los grandes clubes privados centenarios como La Gran Peña, el Nuevo Club, el Casino de Madrid o el Círculo Ecuestre de Barcelona, donde sigue siendo obligatoria. Recuerdo que una vez, almorzando en el Nuevo Club de la capital, se me ocurrió quitarme la americana -comportándome como el bruto de Castejón que soy-, el amigo que me había invitado me advirtió del atropello, toda la sala, poblada de militares de alta graduación en la Reserva, comenzó a mirarme inquisitorialmente, y en un segundo vino un camarero, que vestía como todos con librea, a reconvenirme: «Señor, aquí se come con la chaqueta puesta». ¿Se puede contar una anécdota más sublime? Le dije a mi amigo, un poco ruborizado: «¡joder, es que venía acalorado!». Y me respondió: «Los señores jamás tienen calor». Chapeau.
Yo he vestido traje y corbata toda mi vida…hasta hace poco, que tengo menos compromisos y a veces voy hecho un trapillo, pero mi ultima postración indumentaria solo demuestra mi estado de degradación mental, porque el traje y la corbata, más aún que un signo de respeto por los demás, es un signo de respeto por uno mismo, te engrandece como persona, marca la diferencia entre la civilización y la barbarie, y esto es lo que importa.
Ahora que el cretino que nos gobierna nos pide que vayamos sin corbata para combatir el cambio climático yo les animo a que la usen con pasión, a todas horas, y que si andan bien de dinero compren una de Hermès, que tiene las telas y estampados más legendarios y hermosos del mundo. Hay que oponerse graníticamente a Sánchez, incluso en la estética y la apariencia, porque este badulaque es capaz de volver de las vacaciones en La Mareta y dar su primera rueda de prensa en pantalón corto y chanclas. O en sandalias como las que quiere que compre mi madre sin reparar en la humillación que eso supondría para la familia y para la historia de la Humanidad.