Ciudadanos muere donde nació

Ciudadanos

Hay artículos que nunca gusta escribir y sentencias que no quieres poner, aunque la realidad te obligue a ello. Dentro de las diferentes etapas vitales que uno acomete, algunas te marcan más que otras. Las recuerdas para siempre contra la amargura del regusto, que a menudo se impone a la ilusión del primer sorbo. Durante mi breve desempeño en primera línea política, antes y después de mi retorno a las bambalinas de la cosa, disfruté en la defensa de unas ideas que llegaron hasta ese límite en el que la confianza se nubla y la paciencia dimite, en ese límite entre el orgullo y los principios, enemigos irreconciliables. Siempre he dicho, y mantendré, que Ciudadanos fue el mejor proyecto político que dio España desde la Transición, y que, por una mezcla de errores propios y empuje ajeno, no llegó a culminar el que fue su gran propósito: modernizar el país y devolver a los ciudadanos la autonomía personal que el Estado y la política burócrata les había arrebatado. El único partido que en décadas transformó el miedo en esperanza como principal estado de ánimo movilizador, y que catapultó a figuras de la sociedad civil a responsabilidades cruciales, hoy olvidadas por esa nebulosa picapedrera que es la prensa, con o sin fango.

Su bautismo en 2006 en la Cataluña que hoy le ve fenecer escenificó la resistencia ante un nacional-populismo que ya sin caretas ni máscaras, muestra su rostro más atroz y totalitario. Fue, ya no es, una alternativa cuyo espacio sigue en el aire en una nación ensimismada en el conformismo. Emergió de la nada y la trinchera de los libres e iguales para sacudir las alfombras de un nacionalismo que en Cataluña aprisionaba y ahogaba (aún aprisiona y ahoga) la discrepancia desde sus embajadas mediáticas y educativas, y para alterar las conciencias programadas de una sociedad que vive a caballo prófugo entre la anormalidad de un mito y la utopía de un negocio rentable.

Con su desaparición oficial, deja huérfano a ese votante sin dueño que unas veces te da y otras te quita, sin avisarte a tiempo del abandono sociológico, tan repentino como esperable. Tuvo su momento, Ciudadanos digo, cuando decidió crecer desde la acción y ya no sólo desde el eslogan, transformando en ideas y llevando a la calle lo que decía en los medios, traduciendo en normativas y acuerdos lo que predicaba en las redes. Todo eso lo perdió al final, por no saber dónde estaba y aplicar en su estómago el principio de Peter. Su esquina débil es haber sido un partido cultivado desde la impaciente novedad, tan atractiva como aturullada, al que no le dio tiempo a dotarse de la estructura territorial competitiva necesaria, y sus errores estratégicos, sobre todo los ulteriores a la etapa de Rivera, como impulsar mociones de censura a deshora y expulsar el talento con alevosía, convirtiéndose en lo que siempre detestó ser. Todo ello aceleró su punto y final cuando había mucho partido -y contexto- que jugar.

El hueco que deja ahora debe ser ocupado por formaciones presentes y futuras que ahormen un relato con líder y narrador, historia y marcos de valores compatibles con lo que demanda la temperatura social y la necesidad individual. Y después, saber contar, explicar y reproducir qué quiere hacerse y por qué, sin filtros ni fisuras. La política fast food está siendo superada por la política del háblame claro. El PP lleva años en Cataluña (y en Génova) siendo demasiado reactivo en sus decisiones, pertrechado en una estrategia que ha permitido que la narrativa contraria venza por incomparecencia. No puede jugar hoy a ser el PSOE bueno porque eso es un oxímoron de imposible cumplimiento. El PSOE bueno murió con Besteiro de la misma forma que Ciudadanos murió con Rivera.

Por lo demás, las elecciones en Cataluña nos dejan varias claves:

1) Continúa la anormalidad democrática en una región que tiene a la mitad de su sociedad votando proyectos de lobotomía histórica y personal. El independentismo ha obtenido su peor resultado en unas autonómicas desde 1980, pero aún tiene la suficiente fuerza como para seguir condicionando la gobernabilidad de España, amenazar al Estado y desafiar las instituciones. El negocio del nacionalismo fue permitido y alimentado desde la Transición por los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, que aceptaron el chantaje, transfirieron las competencias y cedieron los medios y la educación al monstruo que todo lo contamina.

2) La evidencia política de que aún puede existir un racismo peor que el de Junts, con la presencia, por primera vez en el Parlament, de la extrema derecha separatista -Alianza Catalana-, quien ha rentabilizado su único tema de campaña: la inmigración ligada a la delincuencia (se le olvidó mencionar en sus discursos, inmigración y delincuencia fundamentalmente magrebí, fomentada e impulsada por ERC y PSC como carne de voto presente y futuro).

3) El despropósito y caída sociológica de la otra cara del golpismo, Esquerra, que ha provocado la dimisión del todavía Presidente de la Generalidad, Pere Aragonés, y que amenaza con hacer estallar los cimientos de una organización cuyos mandamases, salvo el trincón Rufián, han pisado trullo antes que independencia.

4) La confirmación de que la seguridad en relación con la inmigración ha llegado al debate político nacional para quedarse. Ahí, Vox y PP tienen mucho que jugar y decir en toda España si saben exponer en el debate público causa y consecuencia de una realidad, en lenguaje corto y preciso, de calle y casa y no de parlamento y tribuna.

5) La pregunta de todo análisis post electoral: ¿Y qué pasará ahora? Pues sucederá lo que a Sánchez le convenga y a Puigdemont le mantenga: uno, entrar impunemente en España sin ser detenido, y el otro, aguantar en Moncloa el tiempo que haga falta hasta que la nación se rompa o los españoles despierten. Y si nada conforma a ambos, a repetir despropósito, que para eso paga el contribuyente. ¡Quina vergonya!

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