Charlie y la fábrica de adoctrinamiento

Charlie y la fábrica de adoctrinamiento
  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

Yo no he sido adoctrinada. La casa de mis padres era y es, un espacio heterogéneo poblado por filosofías antitéticas, donde no prevalecía ninguna. En mi vida adulta, con amigos y allegados, procuro mantenerme en el mismo respeto y tolerancia que recibí, pero temo que la sociedad que hemos creado no sea, para nuestros hijos, sino masa obediente y promotora de un individuo que ya no es soberano, sino colectivo.

¿Soy muy idealista o la enseñanza está sufriendo un asalto a sus fundamentos eliminando la riqueza del intercambio a favor de una pestilente uniformidad?

¡Un poco de historia! Los máximos exponentes en violencia educacional y la abusiva intromisión en el moldeado de los futuros adultos la encontramos, ¡adivinen!, en el nacionalsocialismo y el comunismo del siglo XX.

En España, los poderes y minorías que unidas nos gobiernan, y que no se corresponden con el sentir de la mayoría de los españoles, también han decidido adoctrinar a los menores en aras de “la educación en la diversidad” y yo me permito, queridos amigues, hacer un sencillo análisis de lo que significan ambos conceptos: adoctrinamiento y educación y de las consecuencias que este fenómeno (menores ignorantes y obedientes) tendrá a corto, medio y largo plazo para los niños, la sociedad y el futuro político de todes.

Educar no es otra cosa que enseñar a discrepar y dar a los estudiantes las herramientas para generar pensamiento propio a través de la cultura del esfuerzo y del sacrificio porque sin disciplina y renuncia, no hay desarrollo. Hacerlos, mediante un aprendizaje imparcial de los fenómenos, la ciencia y la historia, capaces de comprender el entorno y desarrollar criterio. ¡Estudiantes distintos, personas con distintos pareceres políticos, estéticos y morales!

Lo que está ocurriendo en España y en otros regímenes del mismo pelo es lo contrario. Se abaratan los aprobados, volamos sin cinturones a la cultura de la recompensa inmediata y de la mediocridad pandémica con una clara «perspectiva de género», antiliberal, anticapitalista y anti empresa.

Con arreglo a la sana doctrina de la coalición, nuestros hijes no sabrán nunca que los liberales fueron los que impulsaron las libertades, la prensa libre, los limites a los poderes, la división de los mismos o que fueron los liberales los que eliminaron la esclavitud, por ejemplo.

Nuestros vástagos saldrán del cole embrutecidos, aborricados, dando volteretas de bufones saltarines, perfectos zombis electorales, desconociendo que los países con más libertad económica y cultural son aquellos donde existe una menor mortalidad infantil y donde la esperanza de vida es mayor.

Hablamos, claro está, de la enseñanza pública que es donde se está gestando el drama sobre los que no cuentan con el poderío económico suficiente para elegir colegio o no tienen unos padres aptos en tiempo y capacidades para ofrecerles home schoolling. Casi todos.

Los alumnos de la pública y sus mentes receptivas e indefensas recibirán los mantras del régimen y acatarán la doctrina del buen ciudadano y futuro votante, es decir el idiota útil junior, donde cualquier rasgo de insurgencia o divergencia serán castigados

El profesor-adoctrinador, que en muchos casos también es víctima amordazada, tratará de que el adoctrinado no razone críticamente y no disienta del catecismo del sistema. Pero, ¿y los padres?

¿Por qué no estallan los jóvenes y energéticos padres y salen a las calles a quemar contendores (sentido figurado) y lanzar cócteles molotov (metafóricos, por favor) junto a los profesionales del sector, clamando juntos por los límites entre educación y adoctrinamiento?

¿Incentivan los padres actuales el esfuerzo y la crítica en sus hijos y lo que más odian sus ideólogos: “la meritocracia” o se han convertido en siervos delegando sus deberes de educadores?

No caigamos, al menos, en la desidia de ser “de mentes tan abiertas, que se nos caiga el cerebro” (Chesterton).

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