Bescansa, la política y el periodismo

Bescansa, la política y el periodismo

En ‘La libertad en la encrucijada’, Samuel Gregg explica las fronteras entre libertad y moral y se pregunta qué hace al hombre libre disponer de tal condición y si ésta no debe someterse a los criterios de moral y escrutinio privado de sus acciones. La conclusión es que sólo una libertad ejercida conscientemente crea las condiciones necesarias para disfrutar de la democracia en esencia. Las restricciones al derecho a ser libre en sus diferentes manifestaciones han encontrado en la historia numerosos y orgullosos arietes de lo prohibido. Los inquisidores del Medioevo mutaron en chivatos de la Corte antes de llegar a la versión moderna del espía que todo lo ve y todo lo cuenta. Los relatores entre bambalinas hacían de periodistas sin serlo, se travestían de informadores justicieros contra el poder establecido cuando no eran sino una extensión de aquel. El periodismo siempre ha estado en la diana de personajes de vida disoluta y moral difusa, quienes veían en este disciplina el principal enemigo a su dispersión cotidiana.

De entre las coacciones existentes a la profesión, asistimos a una nueva: ir a un medio de masas y denunciar la vida privada de un periodista. Lo que sucedió fue algo inaudito e inverosímil. Pero muy explicable. Creer que la vida privada de alguien es de interés general es propio de las dictaduras. Como Bescansa se ha acostumbrado a trabajar para protodictadores confunde a menudo los términos y esencias de lo que ello significa. Porque donde se hizo rica no hay frontera entre la propiedad y moral privada y lo público. Allí donde el Estado se hace dueño y señor de las almas y vidas de los ciudadanos no hay resquicio para la libertad de conciencia y escritura. Se ejerce un periodismo a escondidas, plumas con seudónimo por miedo a que el orwelliano elefante irrumpa en mitad de una investigación y destroce al búho que vigila sus pasos. Prohibido informar por orden de la Laica Inquisición Comunista. En las dictaduras, Watergate no es la excepción, sino la norma.

Pero España, hasta donde sabemos, y no por abuso conceptual y jurídico del término, es una democracia, y la vida privada de un periodista, como la de un político, no nos incumbe, salvo que ésta afecte a su quehacer diario como rector de los asuntos populares. Pero la de Bescansa, como cargo institucional que pagamos todos, sí interesa a la gente. Esa es la diferencia. Un periodista puede y debe señalar a un político, sobre todo cuando la praxis de éste se aleja de la corrección y ética pública inherentes a su responsabilidad. Pero un político nunca debería señalar a un periodista, no es su labor ni a ello exige su condición de representante de la soberanía nacional. Un periodista, obligado por su vocación y código deontológico, debe vigilar, someter y perseguir a un político cuando éste escapa de sus obligaciones. Debe controlar los desmanes políticos e investigar las incorrecciones producidas. Un político, por contra, no debe juzgar la forma de informar de un periodista. No le votan para ello, salvo que ejerza sin ser votado, o el voto sea un medio para un fin. Quizá aquí esté la raíz que todo lo explica.

En Podemos se han acostumbrado a señalar, condenar y poner en negro a sus blancos favoritos, aquéllos que no les palmean sus ocurrencias ni les azuzan en platós sobrevenidos en circos modernos. Bescansa, en el summum de la violencia política, se convirtió en ese momento, en palabras de Theóphile Gautier, en una «verdadera policía literaria». El periodismo debe informar desde la atalaya de la verdad, no desde la bajeza de una trinchera que pone en igualdad de condiciones a informador y representante, primer y cuarto poder fundidos por acción u omisión, por mordaza e intimidación de aquéllos que aprendieron de Nixon de todo menos la dimisión por decencia. Ahora, los Randolph Hearst del morbo sientan en un sillón a un político como tertuliano y le dan la oportunidad de dirigir sus odios contra periodistas incómodos. Es la consecuencia de esa política Gran Hermano, creadora de un realitysmo político que exuda simpleza y vulgaridad, alejado del debate serio y mesurado que se le presupone. Malos tiempos para la libertad.

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