La autarquía de Pedro Sánchez
Todo ha sido una desesperada huida hacia delante de Pedro Sánchez desde aquella grimosa carta a sus huestes. Esta misiva ha sido el único testimonio fiable del presidente en su lustro de poder: la declaración de un hombre que se siente aislado mientras se acumulaban pruebas e indicios para que, por vez primera en democracia, el síndrome de La Moncloa haya acabado siendo sometido a tratamiento judicial.
Nada ha logrado cambiar esa percepción de aislamiento de Sánchez, ni mucho menos la vacua y fallida representación del supuesto apoyo popular al líder en la manifestación de Ferraz, superada con creces el pasado domingo por el achuchón popular a Feijóo en la Puerta de Alcalá.
A partir de la carta todo ha sido hundirse en solitario en el fango que su propia máquina expelía industrialmente con cualquier pretexto. La autocracia ha mutado en autarquía: Sánchez cree ser el Estado, y considera natural que todas sus instituciones y recursos vayan dirigidos a su propia autosuficiencia.
Estamos asistiendo a un singular proceso en que incluso la política exterior es manejada con la decidida voluntad de reconvertirla en hormigonera para cimentar el muro tras el que se parapeta el jefe de Gobierno. Todo para intentar aguantar la marejada de evidencias del caso Pedro Sánchez: los variados fascículos de corrupción que afectan presuntamente a ministerios, empresas públicas y allegados.
Nadie en el ministerio de Albares es capaz de predecir cuál será el nuevo choque diplomático con que Sánchez tratará de reforzar la mampostería de su muro ante una realidad indomeñable. Un muro que divide no sólo a España mediante la unilateralidad en la política exterior, sino también a Europa.
Los escándalos que rodean a Sánchez y las debilidades de su Gobierno se proyectan con más fuerza cuanto mayor eco adquieren sus pasos internacionales. Como premiar a Hamás por su vileza criminal en el mismo día que se conoce la imputación de su mujer, Begoña Gómez, por tráfico de influencias y corrupción en los negocios.
Y ello, sin condicionarlo siquiera a la liberación de los más de un centenar de rehenes israelíes, incluidas mujeres y menores de edad, que la organización terrorista mantiene secuestrados desde el progrom del 7 de octubre. Difícil resulta que así se pueda ayudar a reconducir la situación hacia una paz durable, con garantías para los pueblos israelí y palestino.
Argelia, Argentina, Israel… son las piezas de un dominó vertical por el que el jefe del Ejecutivo trepa para intentar salvarse también de su propia devastación política, económica y social, tras convertir la tierra firme de la España constitucional en tierra quemada.
Los índices de pobreza infantil y familiar se disparan con el Gobierno que se proclama «de la gente». Y no es porque no haga sus deberes, sino precisamente porque los hace al modo del «socialismo del siglo XXI»: acabar con la riqueza y con quienes la crean, multiplicar la miseria y a quienes la padecen.
En el aislado búnker donde trata de mantener en pie una legislatura fantasmal, Sánchez no solo ha de fajarse con el desdén de los históricos del periclitado PSOE, con una reciente aparición televisiva de Felipe González que ha adquirido categoría de manifiesto, sino con el plante de sus socios parlamentarios, como ha sucedido con la visita oficial del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, a quien saluda con una mano mientras con la otra compra gas a Putin a espuertas.
Sánchez se encuentra aislado en su propio Gobierno, también en el Parlamento, incapaz de recabar el apoyo de sus aliados para sus proyectos legislativos, a excepción de la Ley de Amnistía, ese intercambio mafioso de impunidad por votos al mejor estilo siciliano.
Aunque en realidad se hace difícil llamar «proyecto legislativo» a la comanda de Puigdemont al Sánchez más servil, dispuesto a entregar la dignidad e integridad de nuestro Estado de derecho a cambio de pagarse con dinero público hasta la presentación y promoción del libro que dice haber escrito.
En el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo las leyes que no logran aprobarse son las esquelas políticas que anuncian el funeral de las legislaturas, salvo que el proyecto de la mayoría se limite exclusivamente a gestionar el poder mediante el capricho y la arbitrariedad, y no a gobernar a favor de los ciudadanos. Ese aislamiento respecto de los verdaderos retos de la sociedad española es otra parte fundamental del camino a la autarquía de Sánchez.
También se plasma en el único aspecto donde el sanchismo sigue siendo heredero de la tradición del PSOE: la hegemonía en el espacio político de la izquierda. La novedad es que, para conseguirlo, Sánchez ha hecho suya «la radicalización de la democracia» de los populistas de izquierda, con su perpetuo llamamiento a la división y confrontación de los españoles.
Siempre se ha dicho que en política todo el mundo prefiere el original a la copia, pero en este caso Sánchez está logrando que no se pueda distinguir ya al PSOE del proyecto que pusieron en pie los seguidores de Laclau. Es de esperar que en la carrera electoral el sanchismo acabe corriendo la misma suerte para completar felizmente el mimetismo.
A lo que aspira Sánchez es a una España enconada consigo misma, de muros y trincheras, pero desmontables y desplazables según sus intereses, para que un día pueda lanzar su anatema contra Giorgia Meloni como símbolo de la «fachosfera» y unas horas después su Gobierno se deshaga en elogios hacia las autoridades italianas por el gesto de la primera ministra al invitar por vez primera a España a la cumbre del G-7.
En esta España que pretende autárquica, Sánchez apuesta por sembrar urbi et orbi solamente un cultivo para satisfacer su ambición insaciable de poder: la cizaña. Ojalá que llegue pronto el día en que los españoles decidan que Sánchez no pueda recoger nunca su cosecha de malas hierbas, como hicieron con Zapatero, ya saben, aquel que dedicó su primera legislatura a enfrentarnos y la siguiente a arruinarnos. Estaría bien que España deje el 9J el campo sembrado para un futuro sin Sánchez.