El milagro del 155

El milagro del 155

Siempre he sostenido, y lo sigo haciendo, que los independentistas quieren la independencia. Negar a estas alturas semejante obviedad —después de leer sendas cartas de contestación de Puigdemont al requerimiento del Gobierno— es querer instalarse en la comodidad del autoengaño propio, del infantilismo político y social. Especialmente porque en el sinsentido separatista, que trasciende la mera ideología para alcanzar casi la categoría de religión, todo, absolutamente todo, queda supeditado a la consumación de la independencia sin importar el cómo, el cuándo ni siquiera el porqué. Si hay algo que el desafío separatista catalán ha dejado cristalino es precisamente esto. Incluso si el precio a pagar es que quienes están en la primera línea de fuego se sacrifiquen personalmente por la causa.

Puigdemont cree firmemente que es el elegido —no electo, por cierto— para llevar a término la declaración de independencia de la República de Cataluña pase lo que pase. El martirio, al fin y al cabo, es la distinción máxima para quien padece en carne propia las penalidades de defender sus creencias hasta las últimas consecuencias. No desistirá. No esperen que modifique su postura un milímetro, por esquizofrénica que parezca. No apelen, por tanto, a su capacidad de raciocinio, ni a la amenaza de las consecuencias, porque su motivación trasciende la ley, la institución a la que representa y hasta a sí mismo.

Nos guste o no, es obligatorio recordar que su designación trataba de sortear imprevistos en la hoja de ruta separatista pero sin olvidar que el verdadero potencial secesionista se concentra en los diputados independentistas que controlan el Parlamento catalán. O para ser más rigurosos, en los partidos que controlan la lealtad acérrima de esos diputados y el sentido de su voto. Siendo exquisitos, hoy por hoy, ese parlamento autonómico cuenta con una mayoría de adeptos, empeñados en la ruptura con España y la desconexión de Cataluña. Incluyendo a los que aun no siendo formaciones estrictamente independentistas, apelan al inexistente derecho a decidir para defender un referéndum pactado. No hay más alternativa, pues, que la aplicación de la ley para restablecer el orden constitucional malherido.

Está claro que para muchos la esperanza se deposita en el 155 de la Constitución como si de agua bendita se tratase para un exorcismo. No puede fiarse tal milagro al 155. El mecanismo es lo que es, una medida extraordinaria —para corregir una circunstancia de desobediencia institucional y desacato al Estado de derecho— de doble sentido. Por una parte, y fundamentalmente, protección frente a las comunidades autónomas que aspiran a usurpar funciones propias de la soberanía del conjunto. Por otra, limitación al alcance intervencionista de un Gobierno central que, para defenderse de una amenaza golpista, anula temporalmente competencias autonómicas. No estresemos al Ejecutivo hasta el punto hacerle creer que tiene superpoderes con cargo al uno-cinco-cinco. Tampoco al hecho de que su aplicación garantice una solución definitiva a la aspiración independentista del separatismo catalán, por muchas elecciones que convoque. No olvidemos que, salvo reforma constitucional previa, o candidatura de coalición constitucionalista —improbable—, el escenario va a repetirse con otros protagonistas salvados de la quema pero los mismos actores. Y que el problema, simplemente, se aplace.

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