Independentismo=paletismo

Carles Puigdemont y Oriol Junqueras
Carles Puigdemont y Oriol Junqueras. (Foto: EFE)

Nací en Pamplona. He vivido allí, en Gijón, en Bilbao, en Madrid, en Londres, en Ibiza y en Mallorca y me hubiera gustado hacerlo en cien lugares más que me atraen tanto o más que los siete anteriores. Mis dos abuelos eran navarros hasta las cachas y con ocho apellidos impecablemente locales, sus compañeras de vida, catalanas y con ocho apellidos incontestablemente autóctonos, tantos como los de la película protagonizada por la genial Rosa María Sardá. Conozco sesenta y tantos países, tan dispares como Kazajistán, Vietnam, Corea del Sur, Indonesia, Irán o Sudáfrica. Tengo amigos de todas partes. De todas las razas. De todas las ideologías. Mejor dicho, y precisando que es gerundio, de casi todas, porque filoterroristas, fascistas y comunistas están vetados en este estratégico epígrafe de la aventura de la vida. Hombres y mujeres. Heterosexuales, homosexuales y todas las letras que faltan para conformar ese acrónimo de difícil pronunciación (LGTBI). Mi madre era nacionalista vasca y mi padre íntimo amigo de muchos de los que hicieron la Transición y, por tanto, adscrito al más intenso proyecto reformista de nuestra historia reciente: esa Unión de Centro Democrático que nos devolvió la libertad. Fui a un colegio de la tan laiquísima como krausista Institución Libre de Enseñanza y estudié la carrera en una universidad católica. Prejuicios, por tanto, pocos… por no decir ninguno.

Podría continuar así hasta mañana y me saldrían mil y una razones para ilustrarles el por qué de mi ser complejo, heterodoxo, afortunadamente cosmopolita y desde luego cero ombliguista. Entre otras cosas, porque desde muy pequeño entendí que la gran diferencia entre unos países y otros no es su cultura, su religión, su comida o su folclore sino su grado de libertad. Son buenos los lugares libres y malos aquéllos en los que vives tutelado. De mi mente no se han borrado las escenas que padecí en carne ajena en Cuba hace dos décadas: todo hijo de vecino ponía a parir al tirano asesino no sin antes haber confirmado a norte, sur, este y oeste que no había moros castristas en la costa. Todos los países son maravillosos si puedes hablar libremente, elegir a tus representantes políticos y si gozas de esa seguridad jurídica que garantiza la sacrostanta igualdad entre los ciudadanos. Cosa que, por cierto, ya no sucede en la tan querida como secularmente admirada Cataluña.

Nunca creí que lo mío o lo de los míos era mejor que lo de los demás. Aprendí y aprehendí desde niño, gracias a un padre que conoce 130 países, que no hay que meterse con las creencias religiosas o con el ateísmo de los demás. Y desde que tengo uso de razón soy consciente de lo peligrosos, lo violentos y lo injustos que son los discursos identitarios. Navarra es para nuestra desgracia un buen laboratorio en la materia. Falsedades como las que los nacionalfascistas vascos nos quieren encalomar sí o sí en contra de nuestra voluntad, nuestra historia, nuestra cultura y, si me apuran, de ese sentido común que en contra de lo que pueda parecer es afortunadamente el más común de los sentidos (que lo usemos es otro cantar). Y como algún que otro libro de historia he leído, sé perfectamente que estas armas las carga el diablo. Ejemplos hay para dar y tomar: desde la Alemania de los años 30 hasta la Sudáfrica del apartheid, pasando por la Yugoslavia o la Ruanda de los 90 o esa gran Rusia de la última década. La exclusión es la semillita del odio y la imposición la antesala del totalitarismo, la satrapía, la represión, la corrupción y los peores males que uno pueda imaginar.

Conviene no olvidar que una sustancial parte de los grandes partidos de ultraderecha en Europa son nacionalistas. Ahí van tres grandes ejemplos de que fascismo y nacionalismo son vasos comunicantes: el Vlaams Belang belga, la Liga Norte italiana del tándem Bossi-Maroni, el Jobbik húngaro y el HSP croata. La Liga Norte, sin ir más lejos, aboga en primera instancia por que no vaya un solo euro de sus impuestos a las regiones pobres del sur (¿les suena?), por promover las culturas locales hasta el paroxismo y por imponer en las escuelas los dialectos de esa tierra prometida que para ellos es la Padania. Eso en una primera fase. En la segunda apuestan por pegarle un corte de mangas al resto de Italia tras espetarles un educadamente cínico “¡arrivederci!”. Y qué decir de lo de Chequia y Eslovaquia: es de aurora boreal. Los unos y los otros, los otros y los unos, se tiran de los pelos por haberse dividido en 1993 en lo que, parafraseando la revolución liderada por el gigantesco Václav Havel, se bautizó como “Divorcio de Terciopelo”. Al punto que cada día cobra más fuerza una corriente en ambos países que aboga por volver a dormir bajo el mismo techo. Checos (10 millones) y eslovacos (5) son conscientes de que divididos no pintan nada en una Unión Europea a 28 y con 500 millones de habitantes, en el seno de un gigante planetario con naciones como Alemania que cuentan con 80 millones de almas, Francia con 66, Italia con 60 o España con 45. Gullivers al lado de lo que sería esa liliputiense Cataluña independiente.

La unión hace la fuerza y la división es inevitablemente sinónimo de debilidad. No sólo no existen razones históricas que avalen la independencia de Cataluña, que ni siquiera ostentó alguna vez la condición de reino y siempre formó parte de España. Es que tampoco las hay económicas, geoestratégicas y poblacionales. Su PIB depende al 80% del resto de la nación más antigua de Europa. Si España ya tiene problemas para sacar la cabeza en un mundo globalizado, partido en cuatro grandes bloques (Estados Unidos, Unión Europea, Rusia y China), qué sería de Liliput caminando sola en la batalla planetaria. La nada más absoluta. El cero elevado al cero. La ruina. Quedarte fuera de la UE y del euro es tanto como asumir la condición de paria en el concierto internacional y situarte a dos pasos de eso que los politólogos llaman estado fallido.

Más que españoles, que también, las nuevas generaciones se sienten europeas, se autocalifican como ciudadanos del mundo. Consecuentemente, intentar jibarizarles identitariamente es poner puertas al campo. La paletización de nuestros jóvenes en Cataluña, en el País Vasco, en Galicia y en otras partes de España terminará como terminó la imposición franquista: impactando en sus autores cual bumerán. Cuando tienes la posibilidad de dominar un lenguaje que es el tercero más hablado del mundo, por qué perseguirlo. La dictadura lingüística ha provocado que en Cataluña y en las Islas Baleares los niños hablen razonablemente el español (de momento, no se ha prohibido en las calles) pero lo escriban tan pésimamente como un analfabeto funcional. Todo ello por no hablar de la Geografía: en Baleares, por ejemplo, se estudian los riachuelos locales, cuando todo el mundo sabe que están más secos que un bocadillo de polvorones. El Ebro, el Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir ni están ni se les espera en los libros de texto. Vamos, que se les presta la misma atención que al Mississippi: ninguna. Con las montañas sucede tres cuartos de lo mismo cuando las Baleares no son precisamente los Alpes. En Formentera, que tiene 17 kilómetros de punta a punta, se emplea en las aulas un manual de enseñanza que nada tiene que ver con el del resto de las Islas y no digamos con el de otras comunidades autónomas. La historia se repite en los colegios de Cataluña: cualquiera diría que el universo comienza en La Junquera y termina en el último pueblo antes de la Comunidad Valenciana, el involuntariamente célebre Alcanar.

Ser catalán es maravilloso. Lo mismo que andaluz, navarro, vasco, gallego o extremeño. O madrileño, que por cierto es ser de todas partes. Pero mucho mejor añadir a ese título el de español, la nación por cierto que descubrió América, el de europeo, la cuna de todo empezando por las libertades, y el de ciudadano del mundo. Nadie es mejor por haber nacido acá, allá o acullá. La diferencia en la vida la marcan los méritos individuales, que son los que al final acaban conformando los colectivos. Por eso se me hace tan cuesta arriba esto del independentismo. Es una manera, tan respetable como otra cualquiera, de ser peor, más pequeño mentalmente, más pobre económica y culturalmente, y consecuentemente más paleto. Decía mi medio paisano Pío Baroja que “el carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando”. Conclusión: los golpistas catalanes leen menos que Belén Esteban y han viajado menos que el Paco Martínez Soria anterior a la llegada a la gran ciudad. Y yo siempre me quedaré con la Cataluña soñadora, moderna y abierta al mundo de Gaudí, de Pla, de Eduardo Mendoza, de Juan Marsé, de Dalí, de Miró, de Tàpies, de Anglada Camarasa, de mi pariente Albéniz, de Bohigas, de Bofill, de Adrià, de Ricardo Urgell, de Gasol, de Carmen Balcells (que es la de Vargas Llosa y la de García Márquez), de José Manuel Lara Hernández, de Barraquer, de Valentí Fuster, de Montserrat Caballé, de Cruyff y de ese personaje inmortal que es mi añorado Juan Antonio Samaranch. Más Samaranchs y menos Puigdemonts, eso es lo que necesita Cataluña.

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