Trump contra todos y Europa más desunida que nunca

Trump contra todos y Europa más desunida que nunca

Si el intento era ofrecerles de parte de la Unión Europea a Estados Unidos y al mundo una imagen de fuerza y unidad, por supuesto no lo ha sido conseguido. Los asientos vacíos alrededor de la mesa en la cena organizada de forma precipitada en Bruselas el día después de la inesperada victoria en EE.UU. del cataclismo Donald Trump eran demasiados. Unas ausencias vergonzosas como penosas han sido a menudo la falta de responsabilidad y unidad que hemos visto en esos bancos llenos de caspa, aburrimiento y falta de liderazgo.

Ya se daba por sentado que el ministro de Asuntos Exteriores  húngaro no apareciera en la mesa preparada por Federica Mogherini. Para el presidente populista Viktor Orbán el éxito de Trump es “nuestra victoria”, un abrazo total de índole y dirección política. Es comprensible que Boris Johnson, el mosquetero inglés del Brexit, haya juzgado inútil el encuentro: Inglaterra, ya al otro lado del umbral europeo, anhela la reanudación de la relación especial con los primos del otro lado del Atlántico que Barack Obama había deteriorado, favoreciendo a Alemania. Pero el hecho de que incluso el ministro francés Jean-Marc Ayrault haya aducido compromisos precedentes y, durante la noche, se haya precipitado en reprender a sus colegas por su pesimismo, es una circunstancia que ha enviado una señal clara. Europa está más desunida que nunca. En los últimos ocho años la sucesión de crisis irresueltas la ha tumbado. Y el boxeador Trump, legitimando desde el púlpito de la mayor democracia occidental los empujes populistas que llevan años maltratando el proyecto común europeo, podría terminar dándole el golpe de gracia.

“La segunda de noviembre ha sido la peor semana para Europa y Occidente que yo recuerde”, sostiene lapidario el ex embajador italiano en la OTAN Stefano Serafini, que apunta con el dedo al intento de respuesta común europea a la elección de Trump. “¿Pero qué sentido tiene organizar una cena todos juntos que dure sólo dos horas?”, lamenta en una Bruselas lluviosa. “Para una verdadera respuesta europea habría sido necesario un encuentro restringido a cuatro o cinco como después del 11 de septiembre”. Ya, pero los líderes de los grandes países de la UE titubean, incapaces de controlar las fuerzas centrífugas. “El liderazgo europeo está en el caos y no se entrevé nadie bajo ellos capaz de tomar su sitio”, comenta amargamente Mujtaba Rahman, director del centro de análisis europeos Europe Eurasia Group.

Inglaterra ha salido de la Unión en junio y ahora a Theresa May, la presidenta conservadora que debería guiar a los británicos en lo ignoto del Brexit, no le parece verdad que en la Casa Blanca esté a punto de asentarse un hombre que ha cuestionado la histórica alianza de la OTAN. Con EE.UU. podría ser más fácil resistir y subscribir un acuerdo comercial bilateral que haga Inglaterra menos dependiente de Europa. “Siempre y cuando Trump no pise el acelerador sobre las políticas proteccionistas”, subraya Richard Youngs, experto en política exterior europea en el think tank Carnegie Europe de Bruselas.

Hollande fuera de juego

Francia, por su parte, es hoy una nación desgarrada por el terrorismo y los conflictos sociales, guiada por François Hollande que, después del hombre fuerte Nicolas Sarkozy, hubiera tenido que encarnar la imagen del “presidente normal” pero ha terminado siéndolo de tal manera —demasiadas declaraciones sin calcular las consecuencias, muy poco de izquierda las políticas económicas— que perdió cualquier atractivo: está llegando al final del mandato con una aprobación popular menor del 5%. Un récord negativo. Y, a pesar de las intenciones de una futura segunda candidatura, es más probable que, con las elecciones presidenciales en mayo, entregue el partido socialista francés a la irrelevancia política, abriendo el camino a la gran disputa entre centroderecha y extrema derecha para la felicidad de esta última.

Después de décadas de ostracismo por parte de la institución política, la dinastía Le Pen está convencida de que ha llegado finalmente el momento de la legitimación de su criatura: el antieuropeísta Frente Nacional. Fundado por Jean-Marie en 1972, quedándose apartado durante medio siglo, el partido ahora es liderado por la carismática hija Marine que, inesperadamente, ha encontrado en la Casa Blanca un megáfono del más turbio populismo occidental y formidable «manual de instrucciones». No es casualidad que dos días después de la victoria del magnate americano Marion Maréchal Le Pen, la joven sobrina de Marine, ya hubiera aceptado la invitación a “trabajar juntos” por parte del controvertido Stephen Bannon, director del sitio web de extrema derecha Breitbart, ex estratega de la campaña de Trump y ahora su consejero jefe en Washington. Lo que fascina tanto a tía como a sobrina no es el hombre sino la estrategia con la que consiguió embridar la rabia popular y encauzarla hacia la victoria. La misma que las dos esperaban obtener en primavera.

Quien tiene que esperar el otoño para la eventual confirmación de su lideresa, en cambio, es Alemania, el país que en los últimos ocho años en Europa lo ha dictado todo, no sólo en el ámbito económico. Mientras tanto, Angela Merkel, la mujer fuerte, sigue siendo para los liberales europeos el último líder continental capaz de enfrentarse a las corrientes populistas y autocráticas que desde 2008 se están abatiendo sobre Europa, subrayando incoherencias letales sobre políticas sociales y debilidades imperdonables sobre las macroeconómicas. El último líder capaz de enfrentarse a un Vladimir Putin cada vez más asertivo. “Si Trump no respeta los compromisos con la OTAN, entonces será el final del orden geopolítico del que Europa ha dependido durante más de medio siglo”, explica Youngs, “y entonces todos los ojos europeos estarán fijos en Merkel”.

“Es nuestra garantía”, bromea a regañadientes Stefanini. Merkel parece la única garantía para Europa pero también es una presidenta muy “usada” y desgastada. Diez años de política jugada en primer plano tienen sus consecuencias. Tanto en Europa, donde no se le reconoce un papel sobrenacional sino, por el contrario, se le reprocha la persecución unilateral de los intereses económicos alemanes, como en una próspera Alemania, donde se le reprocha como error el acercamiento humanitario a los inmigrantes. La canciller ha salido debilitada de las elecciones regionales del pasado septiembre a favor del partido populista de extrema derecha Alternativa para Alemania nacido contra su posición considerada demasiado “suave” hacia Grecia y aumentado de la mano de la crisis inmigratoria. El próximo año corre el riesgo de sucumbir si se escabulle de la Gran Coalición el histórico partner, Horst Seehofer, siendo él mismo crítico debido al asilo concedido al millón de migrantes.

En estos tiempos de crisis de identidad nacional y de desigualdades económicas extremas, como en un juego perverso, las políticas promovidas a favor de una Europa unida parecen quitar votos y consensos en casa y las nacionales jugar contra los intereses europeos, en un estancamiento mortal donde quien pierde contra las sirenas del nacionalismo son los valores demócratas y las relaciones comerciales que han garantizado paz y prosperidad.

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