En torno al porvenir de España como nación

En torno al porvenir de España como nación

En buena medida, lo que se debatía realmente en las elecciones del 28 de abril era la viabilidad de España como proyecto colectivo. El efímero gobierno de Pedro Sánchez había venido de la mano de una alianza de los socialistas con nacionalistas, separatistas y extrema izquierda. Las conversaciones de Pedralbes pusieron de relieve hasta donde podían llegar las concesiones del gobierno central a unos nacionalistas catalanes que poco antes habían vulnerado gravemente la legalidad constitucional. En cualquier nación europea, semejante actitud no sólo hubiese resultado anómala, sino, como señaló Jorge de Esteban, supuesto un delito de alta traición. Sin embargo, no fue así. Los socialistas logaron transformar la dinámica electoral mediante la dicotomía no ya derecha/izquierda, sino izquierda/extrema derecha.

Historiadores de cámara, como Santos Juliá Díaz, señalaron, en El País, que mientras el PP y Ciudadanos pugnaban con Vox por el espacio de la “extrema derecha”, el PSOE de Pedro Sánchez encarnaba el “centro”. El problema no era el separatismo catalán, sino el “trifachito” de la Plaza de Colón. Así se escribe la Historia. Sin embargo, esta deleznable actitud tiene unas raíces históricas muy complejas, que exigen un estudio minucioso e inteligente.

Y es que, como sostenía José Ortega y Gasset, la nación no es una realidad natural; es una construcción histórica creada a partir de un proyecto político e intelectual previo, encarnado en el Estado, que es quien da conciencia de su propia voluntad y, además, de su efectiva existencia. No muy lejos de ese planteamiento se encontraba el historiador George L. Mosse, portavoz de una nueva historia de carácter cultural, en la que las percepciones, los ritos, las liturgias, las ideologías tenían un papel de primer orden. La obra cumbre de Mosse fue La nacionalización de las masas, en cuyas páginas describe elocuentemente el proceso de construcción nacional de Alemania, a través de los ritos, los mitos, las fiestas populares, símbolos e instituciones, el Estado, la escuela, etc.

¿Qué ocurrió en España? El régimen liberal español se mostró muy poco eficaz a la hora de llevar a cabo la “nacionalización de las masas”. Y es que, en el fondo, el problema de España fue un problema de Estado, de ausencia de un aparato estatal fuerte, capaz de penetrar en todos los rincones del país y de desarrollar políticas culturales adecuadas para crear adhesiones y deslegitimar los movimientos secesionistas o contrarios al ideal nacional.

El tan criticado centralismo español fue, como señaló Juan Pablo Fusi, más “legal” que “real”. La esencial función nacionalizadora de la escuela estuvo igualmente disminuida por la dificultad de establecer regulaciones y planes duraderos. La Administración fue incapaz de llevar a cabo una política lingüística que convirtiera al castellano en la lengua común de todos los españoles. En el ámbito de la izquierda, el PSOE vivió al margen de la reflexión sobre el nacionalismo. Y en 1918, reconoció el derecho de las “nacionalidades ibéricas” a su autogobierno, en una “confederación republicana”. La crisis de 1898 se configuró como una crisis de identidad nacional, uno de cuyos rasgos esenciales fue la irrupción de los nacionalismos catalán y vasco. La Dictadura de Primo de Rivera fue un intento de encauzar la crisis, a través del corporativismo y el nacionalismo conservador, pero no pudo consolidarse ni llevar a cabo su proyecto político.

Por tanto, la Monarquía dejó como herencia una nación mal articulada. A lo largo del período republicano, se produjo un fenómeno contradictorio en lo que se refiere a la construcción de la identidad nacional. Por un lado, se intentó llevar a cabo una “nacionalización de las masas” mediante una educación de carácter laico. Por otro, se pactó con los nacionalistas catalanes un Estatuto de autonomía que consolidaba muchas de las aspiraciones catalanistas. Sin embargo, como se vio en octubre de 1934, el nacionalismo catalán de izquierdas tenía unas claras aspiraciones de carácter confederal e incluso secesionistas. Durante la guerra civil, la lucha del bando revolucionario se vio obstaculizada por la abierta deslealtad de los nacionalistas catalanes y vascos, que aprovecharon el desarrollo del conflicto para operar, en sus áreas de influencia, como auténticos Estados independientes.

La victoria del bando franquista en la guerra civil contribuyó a un replanteamiento del problema. Sus elites intentaron llevar a cabo la “nacionalización de las masas”. A partir de los moldes del nacionalismo católico, que no admitía hechos diferenciales, el nuevo régimen socializó a la población mediante ceremonias religiosas, monumentos, himnos y banderas. A lo largo de la vida de esta dictadura, el Estado se consolidó y tuvo un papel central en la industrialización y de la posterior racionalización burocrática. Sólo con la consolidación del franquismo, el centralismo legal se correspondió con un centralismo real.

Con la transición a la democracia liberal, el antifranquismo de la izquierda española degeneró en un claro filonacionalismo. Italia, Portugal, Francia y Alemania tuvieron su propia experiencia autoritaria o totalitaria, pero sus izquierdas nunca han puesto en cuestión la unidad nacional. Tanto el PSOE como el PCE incluyeron en sus programas políticos el derecho de autodeterminación, el federalismo y el confederalismo. La inclusión en el texto constitucional de 1978 del término “nacionalidades” fue un duro golpe para la unidad nacional española. Y el “Estado de las autonomías” ha favorecido las tendencias centrífugas, ya que, como estamos viendo, su propia lógica conduce a la confederación, antesala de la disolución del Estado. Además, ha potenciado el localismo. De ahí que una de las razones de la debilidad actual de nuestra sociedad civil sea la reducción de la movilidad interna de los españoles. Para colmo, la potenciación de las lenguas vernáculas y los intentos de erradicación del castellano han hecho más difícil la emigración a las llamadas “nacionalidades históricas”.

La integración española en la Unión Europea ha potenciado igualmente a los nacionalismos periféricos. Y no sólo porque ha privado al Estado-nación de muchas de sus prerrogativas, sino porque las elites nacionalistas, como señaló el historiador Tony Judt, han visto en Bruselas una alternativa para evitar la solidaridad con las regiones más pobres. No existen razones para el optimismo. Menos aún después del resultado de las elecciones, cuyos auténticos ganadores han sido los nacionalistas. Y es que, como solía decir Ortega y Gasset, a veces las cosas son de tal condición que analizarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de nada.

  • Pedro Carlos González Cuevas es profesor titular de Historia de las Formas Política y del Pensamiento Español en la UNED.

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