Juan Manuel de Prada: «Nos va a tocar comer las algarrobas de los puercos»
"La tiranía de hoy no golpea los cuerpos, va directamente a las almas"
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Pocos escritores incomodan a los poderes como Juan Manuel de Prada. Piensa contra el tiempo que le ha tocado vivir, y lo proclama con una firmeza que incomoda a lo Camus, cuando reflexionaba sobre el precio de decir la verdad.
«El deber del escritor es no estar al servicio de quienes hacen la historia, sino de quienes la padecen», escribió el francés mientras tecleaba las miserias de Argelia. Ambos, Camus y de Prada han pagado por no doblegarse. Es el peaje de ser libre. Hasta de tertulias lo han ladeado, si bien es cierto que él, contestatario negado a seguir idearios, eligió la compañía de su pluma.
La última vez que lo vi fue en la entrevista del primer volumen de Mil ojos esconde la noche, talento literario, cultura y psicología. Hoy viene al plató de El Foco con su segundo volumen, Cárcel de tinieblas. De ello hablamos en esta conversación, también del presente. Un presente atravesado por la sumisión y el precio de la libertad.
Insiste en que «no tenemos que vivir obsesionados con el aplauso del mundo». Y acto seguido añade: «Las sociedades llamadas de libre mercado están regidas por la pasión del miedo. Nos lo imbuyen para hacernos sumisos. Hasta para justificar el rearme». En su novela, el miedo es un mecanismo de control, opera en las conciencias, que son siempre el primer campo de batalla.
Fernando Navales, su protagonista, es un resentido propenso al mal. Pero no está perdido. No del todo. «Hasta el ser humano más envilecido tiene íntegra la capacidad de discernimiento», dice. Le queda la libertad, «ese don altísimo», evocado con Cervantes como si fuera la última tabla de salvación.
Corre 1942. París se ahoga entre esvásticas y delaciones. Con la estrella de David marcando el oprobio y la redada del velódromo como herida abierta, Navales comienza a mirar lo que antes prefería no ver. Se inicia entonces el tormento: una sucesión de dilemas morales que lo desgarran por dentro como nunca antes. Hay en él algo de Lucien de Rubempré, herido por el fracaso, deshecho por las expectativas defraudadas.
Pensó de Prada o no en él y sus ilusiones perdidas, pero más allá de la referencia, se palpa esa frustración que enrarece el alma cuando se sabe uno lejos de aquello que soñó. La invitación de Ana de Pombo —su Beatriz Portinari— a acercarse al bien le golpeó en el primer volumen y él, carcomido por la duda, envuelto por el tormento, le pregunta a Ana María, al principio de este segundo volumen, si puede un hombre malo hacerse bueno.
Es un deseo de redención. Como Wilde en De Profundis, de Prada comparte la convicción de que uno puede borrar el pasado con el arrepentimiento. Pero aquí, en el París ocupado, la cárcel de tinieblas va más allá de las nazis, como en una matrioska sin salida, los personajes encuentran cárceles dentro de cárceles, hasta llegar a la más tenebrosa: la conciencia.
Advierte sobre el miedo, germen del fin: «Cuando se logra inocular, se puede pastorear con facilidad a la población». Uno entiende que no habla sólo del pasado. «Nos va a tocar comer las algarrobas de los puercos» es epítome de este fin de una época, de este caernos por el barranco. Recuerda a Tocqueville con aquella advertencia de que la tiranía que emergerá de la democracia será amable, no violenta; una tiranía que no golpea los cuerpos, sino que penetra las almas.
Destaca el miedo más eficaz: el miedo a no pertenecer, a salirse del grupo, a ser considerado disidente porque «quien se sale será un apestado». Ya lo avisó Spinoza, el miedo esclaviza no por la violencia, sino por la renuncia a pensar. Esa es la servidumbre que de Prada denuncia. Para ello, imprescindible: un pueblo rebaño. «Los poderosos no quieren personas que piensen por sí mismas».
Basta con sostener un criterio propio para convertirse, de inmediato, en incómodo. A veces, incluso, en sospechoso. Y, en tiempos oscuros, en alguien a apiolar. «El mundo no será destruido por los que hacen el mal, sino por los que lo miran sin hacer nada», escribió Einstein. Frase repetida, sí, pero en boca de Juan Manuel de Prada suena como advertencia de mal inminente -acaso presente-. Al escucharlo, se entiende que no hay compromiso más alto que el de pensar por cuenta propia. La cultura, si ha de servir para algo, es para eso.
El servilismo de la derecha, dice, ha beneficiado enormemente a la izquierda. Sobre las ideologías, no duda: «Nacieron para enviscar a las personas y para pitanza de los demagogos. Han sembrado la irracionalidad de nuestra época». Frente a eso, se aferra al pensamiento clásico: Aristóteles, Santo Tomás, visión sensata de la política, porque el arte de la política «no consiste en cambiar el mundo, sino en considerar lo que el mundo es y tratar de mejorarlo».
También hablamos de lo inesperado, de lo que rara vez se trata con hondura: de la Inteligencia Artificial y sus promesas envenenadas, del talento y la bondad, del remordimiento y los falsos consuelos del buenismo, de las políticas inclusivas que a veces excluyen más de lo que suman; de Camilo José Cela, del sexo y del amor —o de su desfiguración contemporánea—. Incluso de Valentina, de sus pecados por Manhattan y de esa parte inevitable de uno mismo que se cuela, sin permiso, en los personajes que todo escritor inventa.
En un tiempo que premia la impostura, Juan Manuel de Prada rechaza el halago. Esa misma actitud define su oficio: cuando su energía disminuya, si un día siente que su talento flojea, escribirá libros más breves, más confesionales. «A veces uno escribe una obra sencilla, y escribe una obra maestra», recuerda a Lampedusa, cuyo único libro -quizá macerado durante años- bastó para asegurarse un lugar entre los grandes.
Como lector y escritor, se confiesa marcado por Cervantes. Con Poe descubrió que la literatura era algo más que contar historias; con Proust, que las palabras pueden transmutar la realidad; con Chesterton, que el mundo puede leerse como un catecismo. Pero si tuviera que elegir una raíz, un vientre nutricio del que mamó, se quedaría con la tradición española: los grandes poetas, la picaresca, la Generación del 98.
Les dejo con este grande que no sabe lo que es la complacencia. Escribe para pensar en voz alta, para molestar donde hace falta. Eso, en tiempos anestesiados, es ya una forma de valentía.