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El pueblo blanco de Andalucía que tienes que visitar una vez en la vida y lo recomienda National Geographic

pueblo Andalucía
Blanca Espada

Hablar de Andalucía es hablar de pueblos de con casas blancas, fachadas que brillan con el sol, macetas en los balcones y esas calles empinadas que parecen pensadas para caminar despacio. Pero entre todos esos lugares, hay uno que concentra como pocos esa esencia y que incluso National Geographic recomienda visitar al menos una vez en la vida: Arcos de la Frontera. No sorprende. Este pueblo de Andalucía, está encaramado a un peñón sobre el río Guadalete y, a simple vista, parece un escenario suspendido en el aire.

La primera impresión siempre impacta. Quien llega nota enseguida que no es un pueblo cualquiera. En realidad, con más de 30.000 habitantes ya podría considerarse ciudad, pero sigue teniendo esa calma que se respira en los pueblos blancos de Cádiz. Basta empezar a caminar para comprobarlo: las cuestas obligan a detenerse y dejarse llevar por un paisaje que mezcla historia, piedra y horizonte. Pero Arcos es mucho más que una cara bonita. Su pasado romano, su huella árabe y los siglos de prosperidad que vinieron después lo convirtieron en un lugar con identidad propia. Hoy se disfruta igual paseando entre iglesias y palacios que sentado en una terraza viendo pasar la tarde. Y ahí está su secreto: no sólo se visita, se vive.

El pueblo de Andalucía que recomienda National Geographic

Arcos de la Frontera está considerado además, el punto de partida de la famosa Ruta de los Pueblos Blancos. Desde aquí se puede saltar a Zahara de la Sierra, Grazalema, Ubrique, Setenil de las Bodegas o Villamartín, entre otros. Todos comparten el blanco resplandeciente de la cal, los balcones con macetas de geranios y esas calles empedradas que parecen una estampa. Pero este pueblo de Andalucía, destaca de forma especial ya que se alza sobre un espolón rocoso y domina el paisaje con la elegancia de quien lleva siglos siendo referente.

La huella de su pasado árabe

Aunque los romanos ya pasaron por aquí, fueron los musulmanes los que moldearon el trazado de Arcos. En el siglo XI llegó a ser capital de una Taifa, algo que explica la muralla, el molino o el alcázar que todavía se pueden reconocer. A partir de entonces se convirtió en zona fronteriza, un bastión entre Castilla y el reino nazarí. Esa mezcla de fortaleza y pueblo sigue viva hoy: el urbanismo empinado, los restos defensivos y la forma en que las casas se adaptan al terreno lo cuentan por sí solos.

Cuando llegaron los tiempos de bonanza

Los siglos XVI y XVII fueron clave. Arcos prosperó y eso se nota en su patrimonio: iglesias monumentales, conventos, palacios señoriales. El centro histórico, colgado sobre la curva del Guadalete, parece desafiar la gravedad. Pasear por él significa aceptar que habrá cuestas, rampas y escalones. Y sí, cuestan, pero siempre hay una excusa para parar ya sea una fachada barroca o  un mirador con vistas infinitas.

Calles con historia en cada esquina

Una buena ruta empieza en la calle Corredera y la Cuesta de Belén, donde aparecen la iglesia de San Miguel y la de San Juan de Dios. Más adelante surge la antigua Puerta de Jerez y el palacio del Conde del Águila, que mezcla lo gótico y lo mudéjar. El Centro de Interpretación ayuda a entender cómo ha evolucionado el pueblo a lo largo de los siglos. Después, la calle Nueva (abierta tras el terremoto de Lisboa de 1755) conduce hasta la Plaza del Cabildo, corazón de Arcos. Allí esperan el Castillo Ducal, el Ayuntamiento y la basílica de Santa María de la Asunción, que impone tanto por fuera como por dentro.

Monumentos y dónde comer

Si uno sigue caminando hacia el sur, aparecen conventos como el de las Mercedarias Descalzas, la iglesia de San Pedro o el templo inconcluso de los Jesuitas. También destaca el Palacio del Mayorazgo, con unos jardines andalusíes que sorprenden en pleno casco urbano, y el Teatro Olivares Vea. Pero lo que realmente llama la atención es la cantidad de casas-palacio: los Virués de Segovia, los Núñez de Prado, los Marqueses de Torresoto. 

Y tras ver tantos monumentos y mucho caminar, no podemos dejar de lado la gastronomía. Aquí la cocina sigue fiel a la tradición serrana: garbanzos con tomillo, gazpacho serrano o la berza gaditana, que lleva garbanzos, morcilla, chorizo y lomo. Platos contundentes, perfectos para recuperar energía. Y, cómo no, siempre acompañados de un buen vino de la tierra. Y no sólo eso, el tapeo es casi obligatorio: entrar en un bar, probar una tapa y dejar que la sobremesa se alargue entre charla y cafés. Esa es también parte de la experiencia de Arcos.

El mejor momento del día

Y por último, lo que nadie debería perderse es el atardecer. Cuando el sol baja, las fachadas encaladas se tiñen de tonos dorados y el valle se va oscureciendo poco a poco. Desde cualquiera de sus miradores la escena es mágica. No importa cuántas veces se haya visto: siempre emociona. Quizá por eso National Geographic lo recomienda. Porque hay lugares que hay que vivir al menos una vez, y Arcos de la Frontera es uno de ellos.

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