«Violadores en potencia» versus «putas en potencia»
En el programa En boca de todos, de Cuatro, una tal Júlia Salander (googleando, «politóloga, analista de datos y activista feminista digital»), de apellido seguramente inspirado en Lisbeth Salander, personaje de ficción creado por el novelista sueco Stieg Larsson, afirmó vía telefónica y sin la menor delicadeza que «todos los hombres son violadores en potencia». Vamos a ver. En potencia todos podemos ser cualquier cosa, particularmente aquellas para las que nuestros genes y hormonas nos predispongan preferentemente. Pero muchas feministas andan descubriendo los más procelosos Mississippies, unos que les permiten ver la paja en el ojo ajeno pero nunca la viga en el propio. Efectivamente, la capacidad de violar le es más natural al hombre. Por motivos obvios que tienen que ver con la adecuación de su aparato sexual y otros menos obvios y que requieren de mayor sutileza y formación, sobre todo en ciencias de la naturaleza. No es de extrañar que el tertuliano Antonio Naranjo, interesado en el ensayo riguroso (lo sé, además, porque se leyó mi último libro Contra el feminismo), le señalase lo mismo que hubiera señalado yo ipso facto: siguiendo el razonamiento de Salander (o su falta de), las mujeres seríamos todas prostitutas en potencia pues también venimos al mundo con unas condiciones muy concretas para ello. Por eso, en cualquier tiempo o lugar, la mayor parte de la prostitución es femenina. Y sin embargo nos suele gustar igual de poco a nosotras que nos digan «prostitutas en potencia» que a los hombres «violadores en potencia».
Pero, claro, el feminismo militante y agresivo es un apetitoso nicho de oportunidades sociales, políticas y económicas. Y las Salander del septum (hablamos, más que de ética, de estética) no se chupan el dedo. Seguramente por ello, como a las chicas malas de Mae West, las invitan a todas partes, de la radio a la televisión, pasando por la prensa. Porque, además, su descarada beatería suele hacer callar a profesionales del sector (mujeres y hombres) con pocos recursos para hacerles frente. Ya se sabe: la carne de hombre es barata y la caballerosidad (o la mera prudencia, tal como está el patio) parece seguir siendo una virtud paralizante. Así que me alegra que Antonio Naranjo, un señor al que se le ve muy harto, no se lo dejase pasar. Bastante daño ha hecho ya ese feminismo agresivo y suicidamente anti masculino. ¡Como si esas activistas no hubieran tenido padre, marido o hijos varones! Como los tiene esa señora de letras precarias (por desgracia, así es la psicología en España) totalmente a salvo de la influencia del análisis científico y del respeto a los datos objetivos. Me refiero a la ex ministra, y ahora cobrando de eurodiputada, Irene Montero, que, al calor de esa polémica, se apresuró en señalar que «la violencia machista es estructural y no un caso aislado».
Pobres sus niños. No quiero saber qué tipo de conversaciones distópicas tendrán en su casa. «Estructural» podría serlo en el sentido que he discutido unos párrafos más arriba. Pero sería tan «estructural» como ciertas disposiciones que tienen las hembras de variadas especies para ofrecer sexo a cambio de favores. Y no entramos en la vida privada de nadie, que conste. Pero no acaba ahí la ex ministra. Afirmó en X que «el machismo es una norma social y cultural que legitima a cualquier hombre -a todos los hombres- para ejercer violencia contra cualquier mujer». Que nos diga por favor dónde existe una norma tal, en que código, en qué reglamento aparte de en Afganistán. Lo que sí existe aquí, en todo caso, es un conjunto de leyes llamadas «de género» que discriminan a la mitad de la población y destruyen la presunción de inocencia de quienes son portadores de genes XY y no se han declarado trans.
La «politóloga» llamó «violadores en potencia» a todos los hombres, incluidos los periodistas de la mesa. Pero cortó airada la comunicación quejándose de que uno la llamó «lerda». Pero yo creo que fue la mención inesperada de lo del «oficio más viejo del mundo» la ristra de ajos que la hizo huir. Y es que, por desgracia, en la carrera de Ciencias Políticas de la UAB ven poca o ninguna ciencia.