Salir de casa

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Después de cumplir rigurosamente mi confinamiento, ayer salí para pasear por primera vez a mi cachorro de Labrador. Llegó a casa justo antes de esta guerra, tan pequeñito que hasta que no ha sido vacunado por completo no ha podido salir. El paseo fue una bomba de emociones. La sensación, en una Sevilla que estalla ya en su inigualable primavera con unas calles vacías, fue tan imponente e impresionante como demoledora y triste. Una tarde soleada, vibrante de luz, con una temperatura sublime nos esperaba ahí fuera.

Cerca de casa, mi cachorrito corría entusiasmado detrás de las palomas por los jardines de Murillo. Estaba cautivado, excitado, turbado por todo lo que veía. En la calle San Fernando, entre el restaurante Oriza y el hotel Alfonso XIII, lindando con la antigua fábrica de tabacos, a la altura de la sede del PP andaluz, se paró y le vi como el amo absoluto de todo. No había allí nadie a media tarde. Pasaron dos policías en sendas motos. Me miraron fijamente, me encogí por un momento, pero mi mascarilla, mis guantes y toda la documentación tanto mía como de mi perrito me reconfortaron.

Tras aquella tormenta de sensaciones, volví a casa. Mi cachorro se quedó dormido y yo me dispuse a ver un rato la televisión. Dudé entre ver una película de ciencia ficción americana o ver cine español del malo, malísimo. Opté por la comparecencia del presidente del gobierno de España. Con su habitual falso tono compungido, con la boca tan seca que parecía que iba a tornarse blanca en cualquier momento, el hombre que dirige nuestro país volvió a la habitación de al lado a volarse los sesos (metafóricamente, por favor). La compota de palabras que soltó de nuevo sólo sirvió para desviar la atención. El resumen, aquí: “Señores, todo va muy bien. Yo también sufro como ustedes por nada. Como saben, hemos hecho todo muy bien y se han sanado muchos españoles. Los que no lo han hecho, pues no pasa nada, porque los niños van a poder salir pronto. Por la economía no se preocupen, que hay un comedor desierto para todos. Y, para terminar, en calidad de artista, les digo que piensen en qué pueden hacer por los demás, como hago yo”.

Tras la comparecencia, me di una vuelta por la prensa virtual del país y me encontré, en este diario, a la ministra de Trabajo trabajando. Sí, se la veía muy entusiasmada en un supermercado sin guantes de látex ni mascarilla, pegadita a otra persona, mientras cogía unos tomates o aguacates o quién sabe qué. Esta señora debió de recibir una educación religiosa y moral muy severa, pues no se tolera a sí misma ningún tipo de lujuria, a ver si sé explicarme, como diría ella: Quiero decir que la ministra trabajaba porque ejercía de promotora de la conciencia nacional, la que promueven sus jefes. Una aliada poderosa que incumple las normas que su gobierno impone es el leit motiv del grupo entero, tal como está más que demostrado.

A continuación, mis hijos me preguntaron que cuándo podrían salir y me dijeron que se iban a poner a estudiar un rato. “¿Estudiar? ¡Ni hablar! Vuestra madre putativa ha dicho que estáis todos aprobados. Os quiere incultos, que si no estorbáis”. Me miraron dándose codazos entre ellos y el pequeño concluyó con un suave “¿Y salir a la calle?”. Les conté que el presidente seguía haciendo trampas sin parpadear y que sus rarezas no venían por el alcohol ni las drogas, que simplemente le gustaba humillar sin piedad a los perdedores, que no le gustaba que le contradijeran, que nunca pedía perdón ni se declaraba culpable de ningún error y que había negado hasta la existencia de las estrellas del cielo. También les dije que los miembros de su equipo ya estaban acostumbrados a las humillaciones y que ninguno sabía distinguir entre la crema agria y el kéfir. Me miraron muy seriamente y me dijeron: “Mami, hace falta tener los nervios de acero para dudar sobre eso. Nos vamos a hacer los deberes. Nos encanta nuestra casa, aquí estamos muy bien, el tiempo que haga falta”.

Como un día de primavera de los de antes, miré a mi cachorro y le dije: “¿Otro paseíto?”. No había terminado la frase y ya estaba en la puerta con la correa en la boca. Este sospechoso de deleitarse con Bach me tiene loca de amor. Su mirada franca y sus perfectas proporciones me hacen llegar a la conclusión de que la felicidad es sencillísima, tan sencilla que si uno no presta atención, se corre el riesgo de olvidarla fácilmente.

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