Opinión

Los precios: de Lenin a Sánchez pasando por Franco

Una de las instituciones clave de la economía de mercado en la que todavía vivimos en España son los precios. Estos señalan el acoplamiento entre la oferta y la demanda de acuerdo con la escasez o abundancia de los bienes y servicios que se producen. Igualmente, son básicos para la ordenación adecuada del flujo de dinero, de los salarios más oportunos y del conjunto de los costes de los factores productivos.

Naturalmente, los precios altos como los que estamos padeciendo ahora en Europa y particularmente aquí no son populares. La gente se resiste a aceptar el mensaje que envían sobre la carestía de la vida, que no es otro que el de ahorrar; por ejemplo, ser más frugal comiendo o consumiendo calefacción ahora que empieza el otoño y se aproxima el invierno. La mayoría desearía seguir comportándose como si nada grave estuviera sucediendo, eludiendo el hecho fundamental que señala una inflación desbocada: un empobrecimiento general, una caída repentina del nivel de vida y la exigencia de la correspondiente adaptación a las nuevas circunstancias.

Para una sociedad acostumbrada durante demasiado tiempo a unos precios mínimos y empapada de los mensajes insistentes de los políticos ayunos de conocimientos económicos -o peor aún, de los expertos en la materia contaminados por la ideología o con intereses espurios- sobre que la inflación había dejado de ser un problema para siempre, el choque que representa ir al supermercado todos los días es brutal.

Pero no se les ocurre reprochar la grave equivocación de cálculo con la que los han instigado y persuadido para vivir en un estado de permanente despreocupación -entre ellos algún premio Nobel prescindible como el partisano Paul Krugman-. Ya esclavos a tiempo completo de la dependencia estatal, dirigen su mirada atónita hacia el poder público, hacia este Gobierno «que no iba a dejar a nadie en la cuneta, en busca de una respuesta y sobre todo de soluciones».

Como nadie les ha explicado que no las hay, sino que toca joderse, se enojan y presionan en las encuestas al presidente sin corbata para que haga algo. Y así Sánchez ha dispuesto topar los precios del gas con la vana pretensión de reducir la factura de la luz; y así la facción comunista radical del Gobierno -con la vicepresidenta Yolanda Díaz a la cabeza, seguida por la ministra Belarra- ha propuesto topar los precios de venta al público de lo que llaman alimentos básicos e incluso limitar la cuota mensual de las hipotecas para las rentas menores.

De momento, el puesto de mando -Sánchez, Calviño, Montero, la de Hacienda- ha desestimado la petición, aunque sin impedir que los inanes Díaz y Garzón intenten enredar en sus delirios a las empresas de distribución en la casa de Tócame Roque que es el Ejecutivo de la nación. En este sentido, vale la pena insistir en el problema tradicional de la izquierda con los precios.

Esta inquina contra los genuinos dictados del mercado viene como poco de Lenin. El siniestro líder comunista era un enemigo de la competencia porque a su juicio «el grande» siempre acaba imponiendo inapelable y cruelmente sus condiciones. También sostenía que los precios nunca son libres. Despreciaba la voluntad de la gente para acordar libremente transacciones de acuerdo con sus intereses. Y por eso proponía que fuera «la voluntad superior», es decir, la del Estado, la que estableciera los precios convenientes. Lenin jamás entendió, o directamente ignoró -porque era tan inteligente como criminal- que a un precio de Estado, diferente del que se establecería en un régimen de competencia, la mayoría de los oferentes de bienes y servicios no estarían interesados en vender sus productos sin obtener la debida rentabilidad, y que en esta tesitura la demanda buscaría otras vías para satisfacer sus apetitos.

Las consecuencias inevitables y, desgraciadamente, probadas por la historia de este desvarío intelectual son la escasez, la miseria general y la explosión de la economía sumergida o del mercado negro. Esta tentación de calmar la ira del pueblo acudiendo a recetas irracionales cuyos promotores no acaban de comprender -ni quieren- las consecuencias de la vida en libertad, del mercado dejado a su albur, siempre positivas a largo plazo, salvo que la intervención de los gobiernos haya prostituido la naturaleza del comportamiento humano-; esta tentación, digo, no ha sido una exclusiva de la izquierda.

El dictador Franco fue un adicto, un yonqui de esta suerte de heroína. Mi padre que en paz descanse ejerció durante la dolorosa posguerra el estraperlo, que no era otra cosa que el mercado negro provocado por la escasez y la necesidad de los ciudadanos de hacer acopio de productos imposibles de conseguir a los precios decretados para impedir la llamada falsamente usura, igual que pensaba Lenin.

También Franco, sinceramente preocupado por los problemas de vivienda en la posguerra, dictó la infausta ley de arrendamientos urbanos en la década de los 50 del siglo pasado. Esta medida bienintencionada condenó a la miseria a los propietarios de inmuebles, destrozó su estado de conservación y fue un completo desastre hasta que el ministro socialista Miguel Boyer decretó la libertad de alquileres en 1983. Luego, como la historía se repite, en forma de tragedia o de farsa, sus propios compañeros revirtieron la norma, la extraviada Ada Colau y otros dirigentes desnortados han establecido limites al alquiler -hasta la ciudad de Berlín lo hizo un tiempo- con resultados eminentemente nefastos: menos oferta, más escasez, precios finales más altos, mercado negro y fraude generalizado. Todo son virtudes en los precios. Son cruciales para dirigir la inversión y los recursos ociosos a los sectores más rentables y productivos, proporcionan una información inestimable para avivar la presencia de nuevos entrantes, favorecen la siempre sana competencia. Son el invento más preciado de la humanidad.

Cuando suben, como sucede actualmente con la cesta de la compra, no es arbitrariamente, producto de la especulación, sino a causa de la escasez temporal de las materias primas necesarias para fabricar la alimentación, de la falta del petróleo o del gas necesario que utiliza la industria para elaborar sus productos, para envasarlos, para conservarlos a la temperatura adecuada y para transportarlos.

En un mercado lo más cercano posible a la competencia, nadie se forra explotando al contrario. El consumidor tiene la capacidad de elegir el establecimiento que mejor satisfaga la relación calidad precio que le resulte conveniente. Y las empresas habrán de tener cuidado en cómo trasladan los costes a los precios porque se arriesgan a perder demanda y rentabilidad.
Sólo la intervención inapropiada de los gobiernos puede dar al traste con esta relación libremente amorosa, a veces despechada, como sucede en estos momentos. Son los gobiernos los que lo complican todo cuando adoptan decisiones que tratan de corregir apresuradamente sus equivocaciones anteriores.

La mística del cambio climático tiene mucho que ver al respecto. Los plazos para cerrar las centrales nucleares, la previa amortización de buena parte de las centrales de carbón han dejado a los Estados inermes para responder a episodios imprevisibles como la guerra de Ucrania. La apuesta desquiciada por el coche eléctrico lleva disuadiendo desde hace años las inversiones en la exploración de yacimientos de petróleo y reduciendo la explotación de las refinerías actuales empujando a muchas compañías sin criterio hacia la economía verde. Esta alteración de las reglas del mercado, esta intervención ominosa de los políticos produce sus efectos, casi siempre nocivos. Los precios son sólo los mensajeros de sus errores y nunca conviene matarlos.