Ocurrencias estúpidas para combatir la inflación

Los precios son el mecanismo ancestral más útil de que disponemos para llevar una vida civilizada. Me refiero a los precios libres, claro. Nos dan las señales adecuadas para ajustar nuestras necesidades y expectativas a las disponibilidades del momento. Nos informan fehacientemente de la abundancia de los bienes y de los servicios o de su escasez, de manera que cuando la oferta es copiosa en relación con los requerimientos del mercado los precios bajan, y cuando, en sentido contrario, la demanda supera la capacidad de producción, los precios suben. Esto último es lo que está sucediendo en la actualidad después de casi trece años durante los que pensábamos que la inflación estaba bien dormida y no cabía en la cabeza que despertase. Pero igual que hemos visto en la isla de La Palma, la naturaleza de la inflación es volcánica. En estos momentos se ha producido una erupción de grandes proporciones y todavía desconocemos cuándo parará. Las razones son de distintos tipos: el casi final de las restricciones por la pandemia y el aumento de la pujanza en los países postrados durante más de año y medio; el colapso del mercado del gas, que tiene que ver no sólo con una demanda mayor sino con cuestiones geopolíticas y la presencia ominosa de la OPEP -un cartel muy parecido a un salteador de caminos que restringe la oferta discrecionalmente y de la que depende el precio internacional del petróleo y del gas-, así como la intervención descarada de los gobiernos para sumarse sin prudencia a la agenda ecologista irracional que domina Occidente para colmar las reivindicaciones de las que se hacen ecohistéricas como Greta Thumberg y otros individuos aparentemente más normales pero igual de desquiciados. Toda esta loca carrera para combatir el presunto cambio climático de manera apresurada y mundialmente desordenada ha aumentado políticamente el precio de los derechos de emisión de CO2, repercutiendo gravemente en el coste de la energía y de la luz. Hay otros factores que están contribuyendo al alza de los precios como la escasez de la oferta necesaria de chips y de otros elementos básicos para la fabricación de automóviles, al tiempo que la vuelta a la normalidad de algunos impuestos que se habían reducido para combatir la pandemia.
El resultado del crecimiento de los precios es la temible inflación, que ha llegado al 4% en España y en Alemania. Sus efectos son generalmente temibles porque ésta, a la que se ha denominado siempre con acierto el impuesto de los pobres, castiga más severamente a los que tienen menor capacidad adquisitiva y también porque drena el valor del ahorro, que es la fuente del progreso de las naciones. Desgraciadamente, para tratar de combatirla y de evitar sus efectos nocivos suelen tomarse decisiones equivocadas como aumentos salariales sin ningún anclaje en la productividad o el encarecimiento injustificado de bienes y de servicios sin relación con la demanda real. Todas estas actitudes y comportamientos contribuyen a alimentar la espiral, hasta el punto de que cada vez es más difícil de detener, como el veneno de las serpientes mortíferas.
La inflación en todo caso, es decir, el resultado del crecimiento de los precios es un fenómeno básicamente monetario, según ya advirtió en el siglo XVI la apoteósica Escuela de Salamanca -española-, los economistas liberales ingleses inducidos por ella que tanto influyeron en el gran Jovellanos y en el que luego insistió con clarividencia el insigne Milton Friedman. Depende de la cantidad de dinero en circulación y su producción es una competencia exclusiva de los bancos centrales. Y el hecho evidente es que estos llevan demasiado tiempo practicando políticas monetarias expansivas, que es lo mismo que imprimir billetes para comprar la deuda pública de países en dificultades y evitar otra recesión. Toda esta estrategia ha sido muy loable hasta la fecha. La cuestión, la pregunta pertinente, es si no se ha ejecutado durante más tiempo del debido provocando los efectos nocivos que comenzamos a percibir. Todo indica que sí, y que el debate en América y en Europa sobre la necesidad de corregir este sesgo está en plena ebullición. ¿Cómo? Subiendo los tipos de interés. No será ahora, pero quizá más pronto que tarde. La subida de los tipos de interés sería estupenda para los bancos, que atraviesan serias dificultades de rentabilidad, y para los ahorradores, que llevan obteniendo magros resultados desde hace tiempo por su renuncia al consumo. Subir los tipos de interés sería además crucial para dar un aldabonazo en la puerta de los gobiernos y de su pasividad reformista, acostumbrados como están a que los bancos centrales compensen su falta de ambición y de pericia. Como dirían los salmantinos, crear dinero a la brava suele tener resultados nefastos.
Cuando se produce un proceso inflacionario, la tentación fútil de todos los políticos es tratar de detenerlo con medidas arbitrarias. Lo habitual es limitar legalmente el crecimiento de los precios, ponerles tope. Esto es mucho más frecuente con los gobiernos socialistas como el que desgraciadamente padecemos en España, empeorado por el contubernio con los comunistas. Y a esto responden las iniciativas para regular los precios de los alquileres, expropiar viviendas y ensuciar el mercado inmobiliario. No tendrán recorrido, ni efecto positivo de clase alguna, pero son del gusto popular. La opinión de la calle, cuando vienen mal dadas, es que los precios son el resultado caprichoso del capitalismo y que también deberían ser una competencia más del Gobierno mediando el Boletín Oficial del Estado. ¿Se puede ser más insensato?
Los precios son el producto de la libertad genuina inherente al mercado -en ausencia de intervención-, del libre acuerdo entre las partes que compran y venden y nos proporcionan la información más valiosa imaginable para conducirnos lo más racionalmente posible por la vida. Se puede combatir la inflación, por ejemplo en el caso de la vivienda aumentando la oferta de suelo, o en la vida corriente incrementando la competencia en la comercialización de bienes y de servicios. Puede que esto lo hiciera un gobierno tirando a liberal, quizá el PP si llega al poder. El socialismo no lo hará jamás, y el socialismo de Sánchez menos.