No es Redondo Terreros, somos todos
Josef Stalin, comunista él, pasa por ser el mayor asesino de la historia muy por encima cuantitativamente de ese otro hijo de Satanás que fue Adolf Hitler: no menos de 50 millones de víctimas aunque hay estudiosos que sitúan la cifra real en el doble. Obra suya son la Gran Purga, la persecución y aniquilación de todo sospechoso de disidencia, y la proliferación de los gulags, esos campos de concentración donde se reeducaba, se hacía enloquecer o directamente se dejaba morir de hambre o se fusilaba a los «enemigos del pueblo». Las cosillas de un comunismo que ostenta por derecho propio el título de ideología más perversa de la historia junto con el nazismo. Eso sí: desde la basura woke de Wikipedia hasta la mayoría de los supuestos expertos en la materia minimizan, banalizan o directamente niegan una realidad que experimentaron un sinfín de personas, entre otros, los cinco millones de ucranios a los que este repugnante ser humano dejó morir de inanición en el tristemente célebre Holodomor.
El georgiano, que no ruso, Josef Stalin perpetró sus purgas a través de un paisano suyo tan malo-malísimo como él: Lavrenti Beria. El comisario para Asuntos Internos de la Unión Soviética, el título ya da miedo al miedo, se dedicaba a espiar a todo hijo de vecino para dar con «enemigos del pueblo». Con librepensadores, en definitiva. Posteriormente, los torturaban o los asesinaban, aunque normalmente hacían las dos cosas. Los que tuvieron la suerte de contarlo acababan muertos civilmente. Así se las gastaban tanto la NKVD de Beria como esa KGB que fue el nombre que Nikita Kruschev otorgó a la Policía política a la muerte de Stalin para intentar vender al mundo que las cosas habían cambiado pese a que seguirían más o menos igual hasta la irrupción de las benditas perestroika y glasnost y la definitiva caída del Muro de Berlín.
Nada queda ya del PSOE transversal, moderado y socialdemócrata que de la mano de Felipe González gobernó España más tiempo que nadie
Pedro Sánchez no ha matado ni torturado a nadie, eso está claro más allá de toda duda razonable, pero su odio a la disidencia no le anda a la zaga al de Stalin o al de su lugarteniente Beria. Tarea en la que ha tenido evidente éxito: se ha cepillado a todos los críticos. Al punto que nada queda ya del PSOE transversal, moderado y socialdemócrata que de la mano de Felipe González gobernó España más tiempo que nadie —13 años y medio, ahí es nada—. Zapatero se encargó de sembrar de minas ese respetable Partido Socialista y Pedro Sánchez las ha detonado alocadamente convirtiendo a una formación homologable con el PSF francés, el SPD alemán, los laboristas británicos o los suecos del SAP en un patético y no menos peligroso remedo de lo que fue.
El PSOE que todos conocimos, el que concentró a un millón de almas en la Ciudad Universitaria en el mitin de cierre de campaña de octubre de 1982, ni está ni se le espera porque simplemente ya no existe. Al punto que no estaría de más rebautizarlo, pasando de sus actuales siglas PSOE (Partido Socialista Obrero Español) a las más pertinentes de PS (Partido Sanchista) porque ya no es ni socialdemócrata, ni obrero, ni desde luego español. Este tío odia a España con toda su alma tras haber podemizado a la organización hasta la náusea.
La expulsión de Nicolás Redondo Terreros es el último gran hito de esta carrera al abismo de un personaje obsesionado con el Falcon (¿no sería mejor implementar una cuestación popular para regalarle uno y que se las pire?), con pernoctar en Moncloa, veranear en el Palacio Real de La Mareta y que todos le llamen «señor presidente» mientras su mujer hace indescifrables business en Marruecos. Uno podría hasta comprender la expulsión del ejemplar Joaquín Leguina cuando pidió el voto para la invencible Isabel Díaz Ayuso pero hacerlo con el hijo del ejemplar Redondo Urbieta por unas críticas cuasimonjiles se antoja un nuevo rapto de estalinismo del personaje. El entrañable José Luis Corcuera se fue antes de lo que lo largasen, en 2017 concretamente, tras la victoria de un Pedro Sánchez al que vio venir antes que nadie.
Redondo Terreros sólo ha ejercido un derecho fundamental llamado libertad de expresión que saca de sus casillas al autócrata de La Moncloa
Nicolás Redondo Terreros sabe perfectamente cómo se las gasta este PSOE 2.0. Zapatero ya le desahució de la Secretaría General del Partido Socialista de Euskadi en 2001. En su lugar colocó a un Patxi López con menos luces que un barco pirata y que está donde está por el vomitivo peloteo que dispensa al caudillo. Ahora ha sido botado del partido que su padre, secretario general de la UGT por antonomasia, contribuyó a llevar a La Moncloa con sangre, sudor, esfuerzo, lágrimas y los calabozos. Y él se enfrentó sin miramientos a la tiranía que dejó 856 muertos en la España democrática: ETA. El argumento esgrimido por Pedro Sánchez, socio precisamente del ex jefe de la banda terrorista Arnaldo Otegi, son sus «reiterados menosprecios al partido [sic]». Una broma macabra, además de un insulto a la inteligencia.
Vayamos por partes, que diría Jack El Destripador, y analicemos lo que ha salido de boca de nuestro protagonista. ¿Acaso ha llamado «hijo de puta» a Pedro Sánchez, tal vez se ha ciscado en su madre o quizá es que ha agredido a un compañero de partido? Cualquiera de estas salvajadas serían razones de peso, que obviamente yo respaldaría, para poner de patitas en la calle a Nicolás Redondo III o a cualquiera que se expresase en semejantes términos. Pero, no, el político vizcaíno se ha limitado a ejercer un derecho fundamental llamado libertad de expresión que saca de sus casillas al autócrata de La Moncloa:
—Es inadmisible que los españoles dependamos de un político independentista fugado—.
—El PSOE debe saber que en política no se puede hacer todo lo que no es un delito—.
—Es intolerable que el Gobierno se deje secuestrar por un prófugo—.
—Si este partido acepta el chantaje de Puigdemont con la amnistía, no sería mi partido—.
—La amnistía de 2023, la llamen como la llamen, deconstruye el sistema del 78—.
Nada del otro mundo, nada que no opinemos decenas de millones de españoles. Purito sentido común. Decencia moral. Opiniones tan libres como respetables. Él las ha sintetizado deliciosamente: «Se trata de la defensa de lo más apreciable que tenemos cada uno de nosotros: la dignidad». Si yo fuera Nicolás Redondo Terreros iría legalmente hasta el final contra una resolución caciquil, estalinista, más propia de la Turquía de Erdogan, de la Argentina peronista, del México de López Obrador o de la Venezuela del narcoterrorista Nicolás Maduro. Es más: OKDIARIO se ofrece a costearle la batalla jurídica que planteará para lograr el amparo de la sacrosanta libertad de expresión. Espero que recoja el guante.
Sánchez ha desterrado a Redondo Terreros del partido que defendió con uñas y dientes en territorio comanche siendo, como era, objetivo de ETA
Pedro Sánchez ha actuado al más puro estilo Pedro Sánchez: como el matón del patio de colegio que infla a bofetadas a los más débiles y se amilana cuando aparece uno más grande que él. En resumidas cuentas: como un mierda. ¿Hará lo propio con Felipe González o con Alfonso Guerra, al lado de cuyas críticas las del purgado Redondo Terreros se antojan un juego de niños? Por cierto: el ex presidente trazó una brillante analogía con su reacción tras los motines de Redondo Urbieta: «Su padre me hizo una huelga siendo parlamentario del PSOE [más otras dos cuando ya estaba fuera del Parlamento]. Nunca, nunca, se me ocurrió que eso se penalizaba con la expulsión». Y abundó: «Aquello era una cosa seria, no una opinión».
Las palabras de Alfonso Guerra contra el socio de golpistas y etarras han sido sustancialmente más duras:
—Me rebelo, no voy a soportar la amnistía—.
—Esta amnistía es la condena de la Transición—.
—El problema del PSOE es Pedro Sánchez—.
Y sobre la propia patada en el trasero al ex líder del PSE se ha despachado a gusto. Brillante. Como es él: «En el mundo de la política se relega a los capitanes con destreza y experiencia y se les obliga a permanecer en la orilla mientras se entrega el Gobierno a los grumetes».
Felipe ha estado igualmente sembrado en los últimos tiempos:
—Aquí no cabe la amnistía ni la autodeterminación—.
—Haber derribado a Franco cuando estaba vivo habría tenido más valor—.
—Yo no daría los indultos—.
—Yo voto a quien voto, y todo el mundo sabe a quién voto, pero no me siento representado—.
Y otra parrafada que es otra auténtica obra maestra: «Cuando todo está mal, llega un tío [Pedro Sánchez] y dice que todo está cojonudo».
Nicolás debe llegar hasta el final no sólo para salvaguardar su dignidad como ciudadano y como persona sino también para defender ese artículo 20 de la Constitución que garantiza la libertad de opinión y que, como tantos otros, nos distingue del totalitarismo. Permitir estos abusos de poder nos hace menos libres. A su abuelo le costó una pena de muerte conmutada por 30 años de prisión la defensa de sus ideas en los prolegómenos del franquismo. Su padre fue deportado a Las Hurdes, donde nuestro protagonista vivió de niño, por osar reivindicar los derechos de los trabajadores cuando la sindicación y la democracia constituían una entelequia. Ahora lo destierran a él del partido que defendió con uñas y dientes en territorio comanche siendo, como era, objetivo número 1 de ETA. Una ETA que, repugnantes paradojas de la vida, ahora es socia preferente del PSOE. No podemos ni debemos permitirlo. No es Redondo Terreros, somos todos.
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