Mónica García pierde el control con los médicos

Mónica García pierde el control con los médicos
Diego Buenosvinos

Mónica García, anestesista de formación y ministra de Sanidad por militancia en Más Madrid, camina por los pasillos del poder como quien se prueba un traje que aún no le sienta. Su objetivo no es secreto: la Comunidad de Madrid, ese trono esquivo que se le resiste como una arteria que se retrae bajo el bisturí. Cree llevar los tiempos medidos con la precisión de quien maneja jeringuilla y gasas, pero se mueve con la torpeza de quien le tiembla la mano cuando atiende por primera vez a un paciente que se desangra en la mesa de cirugía. Porque como vemos, eligió pronto el sindicalismo antes que la guardia nocturna, esa que hacen miles de médicos de 24 horas, seis veces al mes o más.

Y mientras se deleita con el caso del novio de Ayuso —que creyó punta de lanza contra la presidenta y resultó daga roma—, la ministra se emborrona de política pequeña. Ramón y Cajal advertía: «Las ideas no duran mucho, hay que hacer algo con ellas». Ella, en cambio, confunde el hacer con el amontonar decretos: preservativos por aquí, crema solar por allá, gafas infantiles subvencionadas que ya gestionaba la propia Comunidad de Madrid, pero que de momento el Estado no atiende pese a las promesas y demás inocentes anuncios al pueblo. Y entre tanto reparto, quedan relegados los pacientes de ELA, su ley arrinconada, los tratamientos innovadores abandonados como restos en un quirófano olvidado. Mónica García dirá que es otro ministerio el competente para las ayudas, pero bien que se deleitó anunciando, a los cuatro vientos, las bondades de la Ley de PP y Junts, por cierto. 

Pero lo verdaderamente insoportable es la huelga médica, la segunda general en toda España en apenas meses. Porque ver decenas de miles de médicos clamar condiciones dignas, horarios humanos, nos debería fustigar sí. Porque son ellos, los que nos salvan la vida, son ellos los que hacen esas maravillas que cuando sanamos suenan como a coros celestiales. Sin embargo, el estupor nos alcanza cuando la ministra anestesista, parece estatua de cera, mármol con bata blanca, incapaz de escuchar el grito que atraviesa quirófanos y consultas. Claude Bernard, Nobel de Medicina, decía: «El arte de curar se funda en la ciencia, pero también en la compasión». A García, parece faltarle la segunda.

No sabemos si alguna vez sintió la tensión de una guardia infinita, si esperó a que amaneciera con la adrenalina aún palpitando tras salvar una vida contra reloj. Lo que sí sabemos es que pidió la baja durante la pandemia, justo cuando el sistema ardía y la primera línea no podía ceder ni un minuto. Luego vinieron los despachos climatizados, las vacaciones prematuras -apenas días tras tomar el poder ministerial-, las sonrisas medidas, los ataques furibundos a todo hijo de vecino si la contradice.

Pero esa dichosa huelga, señora ministra, no es capricho: es grito, es auxilio, es el sonido hueco de un sistema que tiembla mientras usted lo observa desde la galería de mármol. La anestesia es útil en quirófano, pero aplicada a la política se convierte en somnífero social. ¿No advertía Ramón y Cajal que todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro? Usted, en cambio, parece haber esculpido un monumento a la indiferencia por la medicina. 

Y así, entre sonrisas de protocolo y discursos sobre la equidad, la sanidad pública se adormece. Los médicos protestan, los pacientes esperan, los enfermeros y fisioterapeutas se consumen en los pasillos pensando en una reforma laboral que no gusta ni al tato y demás parentescos. Si no confiamos en las batas blancas, en quién vamos a confiar, señora ministra. 

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