Los Maura de Palma

Los Maura de Palma

Ahora que arranca de forma exitosa OKBALEARES es un buen momento para recordar la importancia que aún tienen en la isla las raíces Maura. Una periodista inglesa me acaba de decir: “Claire, ¿es éste un regalo tuyo para él, o un regalo suyo para ti?”. No he sabido qué contestar. En cualquier caso, Bartolomé Maura Gelabert perteneció a un linaje antiguo y honrado del reino de Mallorca, oriundo de Alcudia. Durante muchas generaciones, ocuparon los Maura el cargo de jurados de la ciudad. Desde el siglo XVI, aparecen sus nombres en el ejercicio de aquella magistratura edicilia.

Este ilustrado burgués regentaba con prosperidad un taller de curtidos. El género de la piel gozaba entonces de una gran demanda, tanto para los famosos zapatos como para el mobiliario más selecto. Hombre maduro, culto y empresario de éxito, aquel Maura, tras morir su padre, en 1831, su madre, tres años después, casar su hermano Gabriel y fallecer su hermana Catalina, en 1841, se quedó solo. Con cuarenta y seis años y sin más responsabilidad que el próspero negocio familiar de la curtiduría, decidió no encerrarse en sí mismo y utilizar sus delicados bosquejos con modulaciones de claroscuros para seducir a aquella fisonomía espiritual, de óvalo delicadísimo, que fue Margarita Montaner. Veintitrés años más joven que él, la serenidad de su profunda mirada se volvió fluorescente en la oscuridad.

Bartolomé Maura y Margarita Montaner, en aquel telón de fondo genuino, en la isla dorada, en medio de los tesoros de la naturaleza y bajo el más bello cielo comprobaron que el amor es la ley del deber y ¡de la felicidad! La juventud intensa y suprema de ella se fusionó con la virtud primitiva y ardiente de él. El polvo del que está hecha la carne del hombre tomó forma real aquel 22 de agosto de 1841, cuando, tras recibir el Sacramento del Matrimonio en la Iglesia de Santa Eulalia, la bendecida pareja quedó instalada en una casa en la plaza del mismo nombre, para pasar, con los años, a la que todavía hoy es la casa de los Maura de la calle Calatrava.

Aquella construcción de finales del siglo XV o principios del XVI (los arcos que sustentan la primera altura del edificio así lo atestiguan), situada en la calle que dio nombre a aquel barrio habitado por la burguesía media mallorquina, acogía también el negocio familiar – La Curtiduría-. Bartolomé, demostrando un interés que la historia alzaría en fundamental, representó a los liberales moderados como concejal del Ayuntamiento de Palma. Mientras tanto, las estrechas callejuelas empedradas de aquel barrio que debe su nombre al asentamiento, durante la conquista de Jaime I, de la Orden de Calatrava, comenzaban a transitarse por una ilusionada Margarita, en la que se podía observar la belleza de la mujer encinta, la sensibilidad, la ternura de aquella mallorquina que iba formando un hogar en el que no faltó el amor, ni la confianza, ni la autoridad, ni la alegría. El hogar se edifica poco a poco. Todo lo que es vida crece lentamente, y reclama el cuidado de todos los días.

Nueve meses después de la boda, nació Gabriel Maura Montaner. Al año siguiente, en 1843, lo hizo Miguel. Honraron ambos a sus abuelos con sus nombres, como marcaba la tradición. Así pues, el tercero, varón también, nacido al año siguiente, llevó el nombre paterno. Le siguió una niña, Catalina, nacida en marzo de 1846; luego, llegó Susana y, tras ella, Margarita. Tres niños y tres niñas tenían ya Bartolomé y Margarita cuando nació Antonio. Era 2 de mayo de 1853. Aquella primavera, Guiseppe Verdi estrenó La Traviata en Venecia, con escaso éxito, y nació también en Holanda Vincent van Gogh. Eran ya siete espíritus jóvenes en aquella casa palmesana. Tras Antonio, nacieron Concepción, Francisco y Francisca.

La sociedad mallorquina de entonces estaba claramente distribuida en estamentos. Jurídicamente, la Confusión de Estados (1836) había permitido que estos desaparecieran, pero, en la práctica, se mantenían intactos, como demostraba el hecho de que la endogamia se manifestara en el seno de todos los grupos sociales. Según un cronista de la época, la sociedad mallorquina estaba formada por cuatro categorías, que podían dividirse en dos grupos: nobles y burgueses, que apoyaban al clero; chuetas y artesanos, que eran completamente liberales. La nobleza ostentaba el poder económico y social de la isla, de ahí la necesidad de mantener la endogamia, para que éste no se dispersara. El marqués de Vivot, el marqués de Verger, el conde de España, el marqués de la Cènia, el marqués de Palmer, el marqués de Casa Desbrull, el conde de Ayamans, el conde de Montenegro, el marqués de Sollerich, etc. formaron aquella aristocracia insular cerrada y altiva. El tiempo daría, sin embargo, un ducado a la familia de aquel burgués del barrio de la Calatrava, que entonces no estaba en el celoso grupo que encabezaba la sociedad palmesana, un honor que el rey concedió al nieto de Bartolomé y Margarita, por los logros de su hijo, el séptimo, Antonio.

Existía por entonces en la isla un afortunado y floreciente interés intelectual y cierta discreta ambición por subirse al carro de la modernidad. En 1851, se fundó el Círculo Mallorquín, gracias a la fusión de la Sociedad Balear y el Liceo. En el momento de su concepción, fue considerado como el “más distinguido círculo jamás soñado”. Aquel fue un punto de encuentro entre nobles y burgueses. Durante la segunda mitad del siglo, en la capital, empezaba a hacerse frecuente la figura del sportman, que acudía a las clases de esgrima de Monsieur Bourgoin y paseaba en flamante automóvil. A ese ambiente, pertenecían las familias de los que estaban llamados a convertirse en yernos y nueras de Bartolomé y Margarita. Así pues, el rico industrial Miquel Bestard, el petrolero Manuel Salas o el indiano Lorenzo Roses emparentarían con los Maura Montaner, poniendo de manifiesto la creciente prosperidad de esta familia de curtidores.

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