Apuntes Incorrectos

La maldición de los sindicatos

La maldición de los sindicatos

En 1978, tuvo lugar en el Reino Unido un episodio me atrevería a decir que trascendental para la historia contemporánea y que se conoce como ‘el invierno del descontento’. Desde luego las temperaturas eran las más crudas en el país desde hacía una década, pero lo que da nombre al suceso fue el ambiente incendiario provocado por los sindicatos británicos al calor de una inflación punitiva. La nación se vio envuelta en un caos de huelgas en los servicios públicos más elementales -los hospitales llegaron a asistir solo a las urgencias- en demanda de subidas salariales para compensar el alza imparable de los precios. El descontento ciudadano ante el desgobierno fue de tal dimensión que acabó con la carrera del primer ministro socialista Callaghan y precipitó la llegada al poder de la que ha pasado a ser una leyenda política: Margaret Thatcher.

Ella se encargó poco a poco de corregir la situación, que exigía entre otras cosas destruir el poder omnímodo de los sindicatos. Bastó para ello con dos decisiones muy simples: establecer el voto secreto de los afiliados y obligarles a someter a consulta de los militantes la convocatoria de una huelga. En unos meses, el Reino Unido se libró de la tiranía sindical y el país y buena parte del mundo empezó a vivir una nueva era dominada por las políticas socialmente conservadoras y liberales desde el punto de vista económico. Las que han impulsado la prosperidad más que nunca.

La situación en España todavía no alcanza ni de lejos la degradación extrema de la británica de aquella época -aunque el caos y el desgobierno general sean alarmantes-, igual de cierto es que casi todas las huelgas van esencialmente contra el interés de los trabajadores, pero, dicho esto, aquí no nos tenemos que preocupar por los sindicatos desde el punto de vista político porque son la quinta columna del presidente Sánchez. No ha habido Gobierno que haya empleado tanto dinero público en comprarlos, y casi sin necesidad, pues ya se sabe que las centrales españolas son agentes por antonomasia de la izquierda desde que ganaron la huelga general a Felipe González en 1988 por un asunto menor, más que por el ridículo plan de empleo que exhibieron como pretexto por un ejercicio de dignidad impostada, para que nadie siguiera refutando en la calle su pasividad o complicidad con el socialismo.

Desde entonces, desde aquel mítico diciembre de 1988, cuando González se bajó los pantalones, las políticas económicas de todos los signos políticos han sido peor de lo que deberían a causa de la influencia nociva de los sindicatos.

Ahora los Pepe Álvarez y Unai Sordo de turno no conocen dignidad alguna, están plegados a las órdenes que les llegan de Moncloa y harán lo que sea necesario para destruir el mayor número de empresas posibles y convertir el mercado laboral en un infierno “por el bien de la clase trabajadora” dañando lo más posible la reputación de las compañías, que son las que sostienen cada vez con más dificultades el tinglado. Si los sindicatos apostaran alguna vez por la productividad, si tan solo entendieran lo que significa, si estuvieran en favor de la libre concurrencia  -que baja los precios y favorece la aparición de nuevos nichos de negocio- o ayudaran a la competitividad de las compañías en las que ejercen su representatividad, entonces uno podría entender que pujarán por alzas salariales, aunque sean inconvenientes.

Pero no es así. Estamos en presencia de los sindicatos más venales de la democracia, los más paniaguados y los más peligrosos, implicados además de hoz y coz con el nacionalísmo catalán o el separatismo vasco, y haciendo por tanto apostasia del legendario internacionalismo proletario que era su santo y seña fundacional.

La participación de destacados miembros del Gobierno como la vicepresidenta Yolanda Díaz o nada menos que la ministra Portavoz, Isabel Rodríguez, en la manifestación del Primero de Mayo en Madrid dan idea del contubernio, de esta alianza letal para la buena marcha de la nación.

Espero que los agentes económicos, que los inversores de cualquier condición y que todos aquellos capitanes de empresa que siguen asistiendo a las convocatorias propagandisticas organizadas por Sánchez habrán tomado buena nota de en qué manos estamos. Como decía Thatcher, los sindicatos son los enemigos internos del país; o como afirmaba Esperanza Aguirre con motivos sobrados son también anti patriotas, que viene a ser lo mismo. En estos momentos, más que en cualquier otro tiempo, se están lucrando del dinero público recibiendo prebendas sin cuento de este Gobierno afín como pago a su complicidad y su silencio. No hay en ellos valor alguno de solidaridad ni siquiera compromiso de clase -siempre de dudosa conveniencia- derivado de la experiencia del trabajo colectivo. Estos no trabajan ni dejan trabajar. Son como el perro del hortelano. Aquello de que hacen una labor que repercute en la mejora de las condiciones laborales de millones de empleados, y que esgrimen como razón de ser, es completamente falso. Y si en algunos casos lo consiguen es a costa de cegar la fuente de acceso al mercado de la gente que está en situación más precaria, de los más desfavorecidos, de los que más lo necesitan.

Ahora amenazan con que si la patronal no accede a revalorizar los salarios según la inflación desbocada sacarán las tropas a la calle y arderán las iglesias, pero ni una palabra sobre la responsabilidad del Gobierno en el incremento de los precios como ariete principal de un gasto desbocado e impulsor de una política energética en gran parte causante del coste de la electricidad con el argumento de liderar la lucha planetaria contra el pretendido cambio climático.

¿Saldrán las tropas a la calle? A juzgar por la capacidad de convocatoria del Primero de Mayo, donde las huestes presentes o cobraban todas del sindicato, o eran liberados sindicales a cargo de las empresas cuya labor obstaculizan a diario, o ministras del Gobierno más infame y desnortado de la historia es dudoso que vivamos en España los episodios turbulentos de finales de los setenta en el Reino Unido. O que sean ellos los que los patrocinen. También es improbable que el señor Feijóo, si tenemos la suerte de que gane las próximas elecciones, siga la estela de Thatcher y frene de una vez por todas la dictadura de estos singulares amantes del marisco, de la vida regalada, de la opacidad sobre sus remuneraciones y del incesto no sólo con Sánchez sino con los partidos aliados que refutan el orden constitucional.

Particularmente los sindicatos españoles no han logrado desembarazarse de la dialéctica marxista entre trabajo y capital, siguen sin asumir que la esencia de la empresa es la tarea cooperativa en pos del bien común, algo que exige la obtención de beneficios después de la retribución satisfactoria de los accionistas, el pago a los proveedores y de una remuneración salarial coherente con la productividad de los empleados. Es una pena que los señores Álvarez y Sordo ni comprendan ni presten atención a estos hechos tan elementales, y que el tejido productivo siga agarrotado por sus caprichos, frivolidades y ansias de poder.

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