Lo ilimitado, lo sublime

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Históricamente, la distinción de los grandes genios del arte universal se ha basado en su virtuosismo, su dominio de la técnica, su destreza, su talento, su esfuerzo y, ¿por qué no?, su imaginación despierta y su libertad salvaje. Desde hace ya varias décadas, el ostentoso bienestar industrial ha empobrecido los valores esenciales de espiritualidad y belleza inherentes a la esencia misma del concepto arte, ensalzando cualquier cosa como pieza artística. Soy consciente de que cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa. Quizás por eso mismo (a una crisis le sigue un nuevo despertar) es cada vez más necesario volver a incentivar la búsqueda de la exigencia de la calidad. Para separar lo valioso de lo deleznable es fundamental recuperar los fueros de la racionalidad y aplicarlos a la riqueza y solidez de la cultura, tratando de extraer para su estudio únicamente aquello que roza lo ilimitado, lo sublime.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la situación en la que se encontraba la vanguardia artística era de una falta total de perspectivas. La experimentación formal que se inició con el movimiento impresionista, una vez superada la imitación fiel de la naturaleza gracias a la invención de la fotografía, y que continuó con las diferentes corrientes sujetas a la arbitrariedad del color, del movimiento y de la división de planos, estaba completamente desacreditada. Los últimos estilos occidentales consistentes fueron el Expresionismo Abstracto en Estados Unidos y el Informalismo en Europa. A partir del movimiento dadaísta, la actividad creadora comenzó a ser reducida al mínimo. El estatus de obra de arte lo otorgaba la caprichosa decisión del autor, en una búsqueda de esa felicidad individualista exenta de valores y desprovista de la necesaria y humanizadora riqueza simbólica.

Desde la mitad del siglo XX en adelante, todo lo que se hizo fue parodiar lo anterior con más o menos gracia. Desde las trincheras del arte contemporáneo, el ánimo iba en declive; no así en los círculos del mercado del arte, que conocieron un esplendor sin precedentes. La pintura de las últimas décadas del siglo pasado conoció una gloria tan desconcertante como paradójica. Era cotizado como un valor seguro, elitista y sofisticado, al alcance de unos pocos adinerados que se consideraban más cultos y preparados que el resto. Una burbuja de ilusión que vino muy bien a muchos pintores -que no artistas- que vivieron años de bienestar conseguido gracias a su desenvoltura y desfachatez. Esta vía de expresión, sin embargo, iba eclipsándose y quedando obsoleta ante tanta ridiculez, tomadura de pelo y falsas esperanzas.

La tela que conformaba los lienzos permanecía inerte, quieta, encerrada en un rectángulo o cuadrado para ser colgada en una pared, probablemente sin la necesidad de un marco que la ensalzara y protegiera, porque, en realidad, no había nada que ensalzar, ni proteger. En paralelo, se abrían nuevas vías de expresión precisamente desde esa mitad del siglo pasado, en la que la pintura comenzó a estancarse como fuente expresiva preferente. Entre esas nuevas manifestaciones, encontró un camino ascendente, la moda y, sobre todo, su puesta en escena. Esta disciplina creativa ha estado frívolamente tratada desde la perspectiva científica de forma habitual. Sin embargo, existen algunos ejemplos que cumplen rigurosamente con lo que se solicita al Arte -con mayúsculas-, hastiados como venimos de la infinidad de modalidades y refritos sinsentido del que se ha surtido el mercado artístico de la posmodernidad.

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