Montero y Belarra de mani con escoltas

Irene Montero: genocidio sí, abusos no
Diego Buenosvinos

Si alguien como Noam Chomsky levantara la voz, probablemente se encogería de hombros ante la valentía de Irene Montero: aplaude desde el hemiciclo contra el genocidio de Gaza, pero cierra los ojos ante los abusadores que su propia ley libera. Martha Nussbaum o  el filósofo indio Amartya Sen, desde sus respectivos análisis de justicia y ética, nos recordarían que la moral selectiva no es ética: es teatro. Otros, desde su distinta latitud literaria, habrían alzado la ceja con ironía: vítores para el dolor lejano, mudez para el que habita la propia casa.

Pero vamos con ellas, las pacifistas. Acorralada por escoltas, ella -Montero- y su camarada Belarra parecen luchar contra su propio gobierno en la final de la Vuelta Ciclista; un espectáculo que haría sonreír a Voltaire: «El que lucha contra molinos puede terminar luchando contra la razón misma». Mientras los niños palestinos mueren de hambre y desnutrición, el populismo se exhibe: indignación teatral, moral selectiva y fotos para redes, olvidando que la crueldad no distingue ni de fronteras ni de banderas.

Mientras Gaza arde, uno no puede dejar de preguntarse: ¿dónde está la valiente Montero cuando Ucrania sufre bajo la artillería de Putin? Evita criticar al poderoso, porque eso sí requeriría coraje y estrategia, como recordaba Kissinger: «La política exterior exige visión y paciencia, no gestos de salón». España, con un Junts en caída libre, arrastrado por el PSOE de Sánchez, sin presupuesto, sin dignidad y con menos del 5% de influencia en la OTAN, parece extraviada en el mapa internacional.

Y en medio de la tragedia, la historia murmura con su ironía cruel: Gaza e Israel no surgieron de la nada. Desde la partición de Palestina en 1947, pasando por la Nakba y décadas de ocupación, hasta los conflictos intermitentes, la narrativa es tan compleja como los discursos de Montero son simplistas. Edward Said nos recordaría: «Los intelectuales deben hablar de lo que otros callan, incluso cuando la verdad incómoda». Y mientras Hamas asesina a civiles y homosexuales, los populistas locales aplauden desde su distancia, ignorando la complejidad, la historia y el dolor ajeno.

No se trata de negar el sufrimiento: cada vida importa, en Gaza o en Israel. Se trata de coherencia, de valentía real y de responsabilidad: Montero y Belarra dan ejemplo de populismo y teatralidad, no de política con perspectiva ni de ética internacional. La España de hoy se debate entre la hipocresía y la indignación selectiva, mientras el mundo arde a su alrededor. Y aquí, más que héroes, sólo encontramos gestos y palabras que brillan por su ausencia de verdad.

Y, para terminar esta oda, no olvidemos la fragata de Colau -ex alcaldesa de Barcelona- surcando el Mediterráneo rumbo a Gaza, con escalas en puertos donde la fiesta y el disfrute era otro mensaje, pero la sorpresa llegó cuando las bombas comenzaron a caer sobre su propio barco. ¡Vaya lección de realidad! Allí estaban, disfrutando de la alta mar como si fuera un festival veraniego, y de pronto se encontraron con la guerra en carne propia. Las fotos existen, señoras y señores, prueba de que la diversión se topa con la crudeza que uno prefiere ignorar desde tierra firme.

Montero sale a la calle por Gaza, luce indignación y aplausos, pero luego regresa a su casoplón y a los niños, a la comodidad de la privada y el sueldo generoso de eurodiputada. Ahí está, en carne y hueso, la paradoja de la política: proclamarse comunista mientras se vive con privilegios que en España la mayoría de ciudadanos no alcanza ni a soñar porque no se llega a fin de mes.

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