Hamás y Marruecos aplauden a Sánchez
Por razones diversas en los últimos días, el jefe del Gobierno español se ha encontrado con medallitas colgadas en su pecho. Una de Hamás, porque por vez primera el grupo terrorista encuentra que le da la razón un primer ministro europeo, que además es el presidente de turno de la UE. Otra de Marruecos, porque el mismo Sánchez que ha montado el cristo entre sus colegas de Europa por el asunto israelí, entregó al reino alauita la pieza más perseguida por Rabat: el Sáhara.
Allí por donde pasa triunfa. ¡Pero qué triunfo! Algo no le debe funcionar en el disco duro porque perseguir la gloria del mundo mundial jugando con la honorabilidad y el prestigio de la nación que te lo ha dado todo no puede tener un final feliz. Mientras la organización terrorista, convicta y confesa, deja al primer ministro español a los pies de los demócratas del mundo, Rabat confirma que jamás pudo soñar que un mandatario español le entregara la antigua colonia española en bandeja de platino. ¿A cambio de qué? La imaginación es muy libre, pero hasta ahora Sánchez ha tenido buen cuidado en no pisar esa línea para explicar una decisión secreta y tomada con nocturnidad y alevosía.
En efecto. Mientras los comandantes de Hamás y el sátrapa alauita distribuyen parabienes, la prensa libre del mundo, desde Le Monde (Francia) al Frankfurter Allgemeine Zeitung (Alemania), insiste en que Sánchez es el primer ministro europeo que más pisotea las leyes y subraya su «ego desorbitado», que no se corresponde en modo alguno con sus talentos como estadista.
El problema no es que el desprestigio del presidente español se consolide por el mundo (libre). No. El problema es que España y su nombre están por los suelos. Si según la UE, insisto, según la UE, nuestro país ocupa el tercer puesto en el ránking de pobreza y exclusión dentro de esa transnacional política, a tiro de piedra de Bulgaria y Grecia, al mismo tiempo el Gobierno se desgañita afirmando que España lidera el crecimiento económico.
Que Sánchez demuestra «audacia», sin duda alguna. Sucede, sin embargo, que su «audacia» la ejercita en las cosas de comer, en los grandes asuntos de Estado con los que juega a la ruleta rusa y, ello desde los tiempos de Sócrates a Tocqueville, puede considerarse también irresponsabilidad e infantilismo. Por ahí chapoteamos a diario.