Opinión

¿Es España un país de corruptos?

La semana pasada el Tribunal de Cuentas denunció que las familias de casi 30.000 personas fallecidas recibieron indebidamente, durante 2014, una pensión a nombre del difunto, lo que supuso un gasto de cerca de 300 millones de euros. Esto me trajo a la memoria aquella otra noticia de 2012 según la cual 200.000 usuarios de la tarjeta sanitaria figuraban como beneficiarios de jubilados, cuando eran trabajadores en activo y, por tanto, debían pagar el 40% del precio de las medicinas, en lugar de disponer de ellas gratis. Según el barómetro de junio del CIS, para el 45% de nosotros la corrupción es el segundo mayor problema de España, sólo superado por el paro.

Esta preocupación no es infundada, durante 2015 se detuvieron en España a 2.442 personas por delitos relacionados con la corrupción en el marco de casi 1.200 actuaciones. En el conjunto de la legislatura 2011-2015 fueron más de 7.000 las personas detenidas. Transparencia Internacional publica cada año un índice de percepción de la corrupción; en el año 2015 España estaba en el puesto 36 –de 167- muy lejos de los primeros puestos de Dinamarca, Finlandia y Suecia e incluso por debajo de Botswana, Chipre y Taiwán. Según el informe de Transparencia Internacional ‘Handbook for curbing corruption in public procurement’ la corrupción podría suponer un sobrecoste en los contratos públicos que podría llegar al 25%, principalmente por la falta de competencia y transparencia. A partir de este dato, en  2015 la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) calculó el coste total de la corrupción en España en 48.800 millones de euros al año. Y es que para el Banco Mundial, la corrupción puede reducir el PIB de un país en más de un 0,5%.

La historia de España está plagada de casos de corrupción. Tuvimos a Pedro Franqueza, Conde de Villalonga, en tiempos de Felipe III, quien desde la secretaría de Hacienda y mediante sobornos, consiguió un patrimonio de más de cinco millones de ducados, con 20.000 ducados de ingresos anuales, dando ejemplo a Bárcenas. En la modélica y añorada Segunda República fueron sonados los casos de Estraperlo y Nombela; Matesa y Sofico en el franquismo y más de 175 tramas corruptas desde que comenzó la democracia: Filesa, KIO, Ibercorp, Gescartera, Malaya, Gürtel, EREs, Nóos, Bárcenas, Púnica… La corrupción es transversal, afecta a todos los partidos, a todos los territorios y a todos los estamentos sociales. Los políticos corruptos no serían nadie sin los empresarios que pagan sobornos para conseguir contratos públicos, pero también hay trabajadores que pasan una buena parte de su jornada laboral en las redes sociales defraudando a su empresa,  estudiantes que copian en sus exámenes… ¿Tú has podido usar un enchufe y lo has rechazado? ¿Cómo acabar con tanta corrupción? Aparentemente habría que responder a estas preguntas. ¿Es España un país de corruptos, algunos de los cuales se hacen políticos, o es la corrupción política la que incita a la población a seguir su mal ejemplo? ¿Qué fue antes la gallina o el huevo?

Es obvio que en todas partes hay personas decentes que jamás se corromperán y también es cierto que algunas culturas toleran la corrupción peor que otras. Pero en mi opinión el problema no está tanto en la naturaleza humana, como en el tamaño del Estado. Tenemos una administración ‘elefantiásica’: central, autonómica, local, diputaciones, mancomunidades… Y todos manejan leyes y presupuestos con los que pueden hacer a unos más ricos y a otros más pobres. Demasiadas oportunidades para corruptos y corruptores. Los empresarios encuentran demasiados incentivos para dejar de hacer negocios satisfaciendo las necesidades del mercado y centrar sus esfuerzos en satisfacer las ‘necesidades’ de los políticos. Por tanto, ni la gallina ni el huevo son la respuesta, sólo reduciendo el tamaño del Estado y quitándole poder a los políticos podremos reducir tanta corrupción. Cuantas más opciones haya para corromperse habrá más corruptos, aquí y en cualquier otra parte del mundo.