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El día que mi padre ‘mató’ a mi madre y la ‘enterró’ bajo el limonero

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  • Jaime Peñafiel
  • Periodista político y del corazón. Experto en noticias sobre la aristocracia y la familia real. Ex redactor jefe de la revista ¡Hola! y fundador del diario El Independendiente y La Revista. Escribo sobre la Casa Real.

La pasada semana anuncié que aclararía por qué mi madre se encuentra enterrada bajo el limonero del carmen granadino en el que nací. El nuevo propietario hotelero de mi antiguo hogar, reconvertido en refugio ocasional de adinerados turistas suizos y norteamericanos, tuvo la deferencia de invitarme a pernoctar en la suite real con una ventana abierta al jardín conventual desde la que se divisan los cipreses y el limonero bajo el que yo vi, con terror, a mi padre cavar un agujero donde depositaba el cuerpo ensangrentado de mi madre. Yo tenía seis años. Era introvertido, imaginativo y soñador. Al lado opuesto de mi dormitorio se encontraba una sala bautizada como «la habitación de los muertos» porque allí eran llevados los que enfermaban y estaban a punto de morir, para que lo hicieran con el fondo de la Alhambra, que no era un mal morir.

La noche de aquel día en la que mi madre fue llevada a la acogedora habitación, tanto mis hermanos como yo, con la intuición propia de los niños, advertimos que algo pasaba.

Antonia La Ratona, la niñera, me llevaba a la cama pasando por delante de «la habitación de los muertos» cuya puerta permanecía cerrada, y me dio miedo preguntar por mi madre. Era una de esas noches cuyas sombras transparentes y silenciosas parecían tener miedo hasta que me desperté violentamente por un grito, seguido de otro grito más fuerte, desgarrador y penetrante. Aunque yo nunca había oído gritar a mi madre, sabía que era ella quien gritaba. Me tapé los oídos en un vano intento de acallarlos como cuando oía gemir a mis padres en sus noches de amor y pasión. Pero no eran lo mismo. Si aquellos gemidos me llenaban de una extraña inquietud, estos gritos, de terror. No entendía por qué mi madre no se moría como se habían muerto todos los que lo habían hecho en aquella habitación, en silencio. Los gritos de mi madre retumbaban por salones y corredores hasta llegar a mí, que permanecía con los oídos tapados bajo la almohada. «Mi madre no se está muriendo, a mi madre la están matando», me decía.

De repente, como si todo se hubiera roto en el mundo, no quedó más que el silencio, como diría mi paisano Federico, «el grito dejó en el viento una sombra de ciprés». El ciprés de mi jardín. La noche era muy clara, como sólo lo son las noches con luna en invierno. No recuerdo si de luna creciente o luna menguante cuando oí que alguien abría la verja del jardín bajo la ventana de mi dormitorio. Me asomé y vi a mi padre, Juan Peñafiel Calahorra, un ilustre ingeniero, dirigiéndose hacia el limonero. A veces, su sombra se confundía con la del ciprés hasta que, de repente y con toda la claridad que la luna le daba de lleno, vi, con horror, que entre sus brazos llevaba, envuelto en una sábana, el cuerpo ensangrentado de mi madre, cuerpo que colocó a los pies del limonero mientras tomaba una azada y comenzaba a cavar. Cuando hubo terminado, tomó el bulto y lo introdujo en la zanja, cubriéndolo con la tierra que había amontonado y aplastándola con los pies. «¡La ha matado¡ ¡Papá ha matado a mama!», me decía. No recuerdo qué pasó después. A lo mejor, me desmayé. A lo peor, me introduje aterrado y temblando en la petaca de la cama, como un conejo asustado en su madriguera. No recuerdo si lloré o llorando me dormí.

Fin de la historia

Como el día es la vida de los seres vivos en la medida que la noche es de los muertos, no es cosa de dejar que el lector vaya más lejos de lo que yo he pretendido con este relato con motivo de la Navidad. Me creo obligado a contar el final de la historia de la muerte de mi madre. Lamento sinceramente haberles dejado tanto tiempo con la angustia del relato de lo que había oído y visto desde la ventana de mi dormitorio. Para mí, un niño de seis años, la muerte era lo que yo había visto despierto y bien despierto aquella madrugada. Y los gritos que había oído no eran de muerte sino de vida. A esa edad, no vemos más que lo que vemos con nuestros propios ojos físicos. Cuando yo, aterrado, vi a mi padre entrar en mi dormitorio, al cogerme en sus brazos, pensé que iba a matarme también. Pero al entrar en la habitación de los muertos supe, afortunadamente, que estaba equivocado: me encontré a mi madre, sí, sí, a mi madre, como una madona del Renacimiento, envuelta en delicados encajes, sonriendo, cansada pero feliz y en sus brazos, latente, replegada, dormida, una niña recién nacida, mi hermana María Luisa. ¿Cómo iba yo a saber que los gritos desgarradores que oí aterrado eran simple y sencillamente que mi madre, como todas las madres en aquella época, había parido en su casa con dolor, como la Biblia manda. Y yo tampoco sabía que después de aquellos partos caseros, atendidos no por ginecólogos sino por matronas, la habitación quedaba poco menos que como el escenario de una batalla: sábanas ensangrentadas, cordones umbilicales y… la placenta. Todo eso fue lo que yo vi enterrar a mi padre bajo el limonero.

Ésta es la historia de un crimen real que sólo existió en la mirada y en los oídos de un niño de 6 años que, indudablemente, no sólo escuchó gritar desgarradoramente a su madre como si la estuvieran matando sino que también vio a su padre enterrarla. Real como la vida misma, pero que no sucedió.

Querido lector, si un día viajas a Granada y te hospedas en ese hotel con encanto que es el Carmen de Santa Inés, coloca una flor a los pies del limonero donde está enterrada la memoria de mi madre.

Chsss… 

Como escribe Ignacio Camacho, «cuando un Jefe de Estado enfatiza el concepto del bien común siete veces en un discurso es que existe una grave avería en el funcionamiento del sistema».

A diferencia de ella, que se lo quitó en 2011 («porque le era incómodo a la hora de saludar») él luce siempre en el dedo anular de su mano izquierda, el más externo, la alianza matrimonial, muy visible durante el mensaje de Navidad.

La razón de la Monarquía es que todos sus miembros sean ejemplares.

En el mensaje navideño el Rey Felipe VI podría haber hablado de la ejemplaridad en la Institución y en la política. Todo el mundo lo hubiera entendido

Según Loterías, cada año se quedan sin cobrar alrededor de… ¡¡¡30 millones de euros!!! Por no reclamarlo dentro del plazo previsto: 22 de marzo.

No me puedo creer que a mi amiga la socialité, a quien le tocó la lotería, dejara pasar el tiempo y no pudiera cobrarlo.

¡Qué putada! Fueron para una semana al espacio y por problemas de la NASA no volverán hasta dentro de… diez meses.

¿Es que TVE no ha encontrado a nadie mejor que a estos dos payasos para dar este año no las campanadas sino la campanada?

¿Cómo se puede ocultar la perdida de… 30 millones de euros? ¡Qué cara tiene la cascajosa!

¡Que cínica que es! Ahora dice que no fue de ella sino del rector la idea de codirigir la cátedra.

Federico y su esposa Mary de Dinamarca se han paseado estos días navideños por el barrio madrileño por el que el actual rey danés se dejó ver con Genoveva, en aquella infiel escapada romántica prenavideña.

Asegura que nunca se ha operado la nariz. «Nunca, nunca jamás aunque parezca más larga y recta». Otra que no tiene empacho en mentir.

La gran presentadora reconoce que «tengo una válvula bicúspide, una malformación genética que me detectaron a los 38 años. Cada año me tengo que medir la aorta por si hay una dilatación excesiva aunque sería una muerte muy dulce».

La Casa Real belga tiene, al igual que la española, dos estrellas que brillan en Navidad.

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