Camaradas del olvido

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No es un descubrimiento para el lector que hay obras sobre la Guerra Civil que valen por mil leyes de memoria democrática en cuanto a su preclara lección histórica. Sería difícil abordar en estas líneas un catálogo completo de las que considero como tales, pero quiero referirme a una en particular: el documental Extranjeros de sí mismos, de José Luis López-Linares y Javier Rioyo.

Sus protagonistas son diferentes veteranos, de edad ya avanzada, que habían luchado en la guerra de España, entre ellos voluntarios del CTV enviado por Mussolini y de las Brigadas Internacionales reclutadas por Stalin, además de españoles que combatieron con la División Azul mandada por Franco a Rusia en apoyo de Hitler.

Más allá de los ideales que llevaron a aquellos jóvenes de entonces a luchar en tierras extranjeras, el documental es una conmovedora inmersión en el alma sin cicatrizar del que vivió aquellas experiencias bélicas. No son pocas las ocasiones en que el silencio se hace un nudo con los recuerdos en la garganta de los entrevistados.

He sido testigo en persona de ese instante en que el brutal oleaje del pasado golpeaba a los veteranos de nuestra guerra, como si se encontraran de nuevo ante el camarada con la extraña mirada fija, al que se le escapaba la vida en la trinchera por un tiro enemigo en la cabeza o al que le acababan de comunicar en la cárcel su inmediata entrada en capilla previa al paredón.

Uno de los veteranos a los que tuve el privilegio de conocer fue Milton Wolff (1915-2008), toda una leyenda de las Brigadas Internacionales. Neoyorquino de Brooklyn, militante del partido comunista norteamericano, acabaría siendo el último jefe del Batallón Lincoln, en el que se encuadraron la mayoría de los 2.300 voluntarios llegados de EEUU a combatir y a morir en España.

Me gusta recordar siempre mi anécdota con Wolff, cuando buscando por los alrededores de la Gran Vía, el lugar donde tenía que dar una conferencia sobre los brigadistas en el año 2004, topamos con el edificio de las Descalzas Reales. Wolff forcejeó con la puerta del céntrico convento de clausura madrileño, que estaba cerrada, convencido de que era allí donde debía dar su charla. Finalmente, pude convencerle de que aquel no era el lugar, diciéndole: «Señor Wolff, esto es un convento de clausura. Es improbable que aquí se vaya a rendir homenaje a las Brigadas Internacionales. España ha cambiado, pero no tanto».

Desconozco si Milton Wolff fue finalmente uno de los 23 antiguos brigadistas que solicitaron la nacionalidad española en virtud de lo dispuesto por los gobiernos socialistas con el real decreto de 1996 y la ley de memoria histórica de 2007. Entonces ya se contaban pocos supervivientes de los 35.000 «internacionales» que llegaron a España. Aquellos 23 ex combatientes eran diez británicos, tres estadounidenses, dos rusos, dos franceses, un rumano, un holandés, un austríaco, un argentino, un búlgaro y un canadiense.

Más allá de la impostura por la que personajes como el comunista francés André Marty, el carnicero de Albacete, se nos quieren hacer pasar por luchadores de la libertad y la democracia, me habría complacido que, ya apagadas las viejas querellas incendiarias de entonces, una figura como Wolff hubiera sido nuestro compatriota los últimos años de su vida, lo mismo que los protagonistas de Extranjeros de sí mismos, que perdieron a jirones sobre la tierra de España la mejor edad de sus vidas.

Pero, se me podrá replicar, venían a matar españoles, la mayoría de ellos reclutas forzosos. Sí, y también a morir con ellos: desde mediados de 1937, ante la falta de nuevas incorporaciones, dos terceras partes de los efectivos de las Brigadas Internacionales se cubrieron con quintos españoles, pero no sé si el PSOE pensó alguna vez en concederles a éstos una doble nacionalidad española por haber formado parte de ellas a la fuerza.

Ancianos como los del documental de López-Linares y Rioyo venían a nuestro presente a proporcionarnos el antídoto contra el olvido de los lugares donde habita el odio exterminador: la memoria desarraigada, apátrida de sí misma, de su juventud perdida. En el caso de Wolff ese antídoto tomó forma de novela: Otra colina (Barataria, 2016), que es para mí una de las cumbres de la narrativa inspirada en la Guerra Civil.

Del heroico brigadista neoyorquino podía esperarse cualquier aventura literaria, pero no la que, con absoluta honestidad, dejó escrita: la historia real de un voluntario de su unidad, el también neoyorquino Bernard Abramofsky, ejecutado a sangre fría de un disparo en la nuca, de noche y en un lugar apartado de la posición que defendían, por haber desertado e intentado salir de España tres veces.

Como la de Abramofsky conocemos muchas historias en las Brigadas Internacionales. En su base de Albacete llegó a ver un campo de reeducación, Camp Lukács, que entre agosto y octubre de 1937 tuvo encarcelados a cerca de cuatro mil brigadistas desmoralizados. Están acreditados casos de fusilamientos ejemplarizantes de brigadistas desertores o indisciplinados ante las tropas formadas, así como purgas estalinistas por razones ideológicas y ejecuciones en la misma línea del frente por intentar escapar del combate.

Al retirarles el pasaporte y comprometer su alistamiento hasta el final de la campaña, muchos internacionales se vieron atrapados en nuestra guerra sin otra posibilidad que la de salir de España «con los pies por delante», como advirtió un comisario político a sus hombres al anunciarles que no tendrían permisos para viajar el extranjero, por temor a que no volvieran. En Barcelona se hacían redadas contra los desertores extranjeros alrededor del Hotel Majestic y del consulado de EEUU.

Hoy, con la Ley de Memoria Democrática, pese a no quedar más que un superviviente, al parecer, se concede de nuevo el pasaporte español a quienes se les sustrajo el suyo para evitar su salida de España y sellar letalmente su destino con el del bando republicano. Además, se da la nacionalidad española a los descendientes de brigadistas que «acrediten una labor continuada de difusión de la memoria de sus ascendientes y la defensa de la democracia en España».

En esta España de la concordia deconstruida, de los abrazos deshechos, privilegiamos con nuestra nacionalidad a quien es dueño de una determinada visión del pasado, absolutamente legítima, aunque se la premie precisamente a expensas de declarar ilegítimas a cualquiera otras. Como si ser español de pleno derecho comportara necesariamente como condición tener sobre nuestra contienda civil una mirada obediente al canon impuesto por el poder, como en tiempos de Franco.

Ya es un hecho que no hemos evitado el peligro del que advertía Julián Marías, él mismo perteneciente a la España de los vencidos: «Que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había perdido su eficacia y era inoperante».

Me pregunto qué sucederá con los hijos, nietos o bisnietos de aquellos brigadistas, camaradas del olvido, que cayeron por el tiro de gracia de sus mandos y comisarios políticos, pagando con su vida su derecho a pensar libremente o a marchar de España por su propia voluntad tal como habían venido.

¿Podrán también estos descendientes ser españoles o acaso, por encarnar otra realidad de aquel terrible pasado distinta a la que impone el BOE, seguirán siendo extranjeros de sí mismos?

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