La calle ya no aguanta más

La calle ya no aguanta más

Esta semana hemos visto que las calles de Europa son un reflejo del descontento social reinante. En España, la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores con la una inflación por encima del 5% ha llevado a los trabajadores del metal en Cádiz a una huelga salvaje que se prolonga por más de una semana. En Bélgica, este domingo una manifestación de 35.000 personas contra las restricciones impuestas por el gobierno degeneró en disturbios. La policía tuvo que hacer uso incluso de cañones de agua y gases lacrimógenos para dispersar a los manifestantes.

Similares protestas se vivieron este sábado en Países Bajos donde, por ejemplo, en Rotterdam la violencia se desbocó provocando siete heridos, tres de ellos por bala, supuestamente de armas policiales. A partir de ahí, la violencia se extendió por varias ciudades de Países Bajos donde cientos de manifestantes se sumieron en una verdadera orgía de violencia.

Lo mismo ocurrió en Austria, Rumania y otros países europeos como Suiza, Croacia e Irlanda del Norte. Algunos medios de comunicación se han lanzado a acusar a grupos de ultraderecha, a negacionistas y a ‘bebelejías’ de estar detrás de los disturbios. Lo que no cuentan es que detrás de las manifestaciones también hay ciudadanos que han confiado en sus autoridades e hicieron lo que se les pidió, es decir, recibieron voluntariamente la vacuna, y a pesar de ello van a ser objeto de nuevos confinamientos.

Limitar el derecho a no vacunar que es lo que pretenden los gobiernos regionales o centrales de algunos países supone una restricción a los derechos individuales básicos como la libertad, honor, dignidad y el derecho a decidir. Por tanto, pretender etiquetar como ultraderechistas a aquellos que han decidido no vacunarse es una simplificación excesiva de la realidad.

El descontento y la furia no tiene fronteras. Según el Instituto para la Economía y la Paz con sede en Australia, la pandemia ha originado 5.000 enfrentamientos en casi 160 países. Y cada vez son manifestaciones más violentas. Por ejemplo, los disturbios y saqueos en Guadalupe, territorio francés del ultramar, han sido la tónica dominante en la última semana tras la imposición de la vacunación obligatoria entre el personal médico y la creación de un certificado COVID. El presidente francés Macron ha tenido que mandar agentes especiales para reprimir los enfrentamientos y los manifestantes se han hecho con armas de fuego para enfrentarse con la policía.

Y la reacción generalizada de los gobiernos afectados por los disturbios es seguir acusando a grupos extremistas de dicha situación. Lo mismo que los dirigentes del Antiguo Régimen hicieron cuando no se quisieron enterar de las demandas de un pueblo extenuado ante la ausencia de derechos y libertades.

La obligación de los gobiernos es escuchar y responder además de anticiparse a las necesidades de sus ciudadanos. El FMI ya ha dicho que el malestar social es más evidente a partir de los 12-14 meses desde el inicio de la pandemia y consigue su apogeo a los dos años. El descontento social actual tiene más que ver con una crisis de legitimidad con el sistema, una crisis que la izquierda política ha querido retratar como siempre hace como un problema de desigualdad de entre los que más tienen y los que menos.

Si así fuera, África entera, gran parte de Hispanoamérica y buena parte de Asia deberían estar en llamas, pero no, está pasando en Europa. No olvidemos que Europa es de los continentes con mayor porcentaje de vacunados en el mundo y donde la pandemia ha afectado sin distinción a todas las capas sociales.

El actual problema de credibilidad y de legitimidad de los ciudadanos con sus gobiernos en Europa es sólo el comienzo de una crisis más larga que puede desestabilizar el territorio. Ya se dan los ingredientes perfectos para un polvorín que puede saltar por los aires con cualquier chispa.

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