En busca del denominador común

En busca del denominador común
En busca del denominador común

De letras purísimas, me sorprendo a mí misma poniendo este título; algo extraño va a pasar aquí. He pasado un fin de semana delicioso, maravilloso y divertidísimo en Madrid. El motivo era laboral -daba una conferencia en Ifema el sábado-; pero una sabe rodear la obligación de intensa devoción.

El sábado por la mañana estuvimos mi acompañante y yo visitando a un conocido sastre, cuya conversación es casi tan valiosa como su arte con la métrica. Por supuesto hablamos de Casero, Batet y el ridículo follón de la votación telemática. Estuvimos de acuerdo en que era intolerable que ese individuo no fuese expulsado del partido ipso facto. Una persona que cobra por dar su voto y es incapaz de aunar intención con pulsación, no puede dar mucho más de sí. En el caso de que de verdad quisiera votar en contra. Si se critica que los de los demás partidos no penalizan ninguno de sus indecentes comportamientos, para ser coherentes habría que practicar con el ejemplo. Respecto a Batet, nos quedamos en sus rizos imposibles, no pudimos pasar de ahí. Debería ser ilegal presidir el Congreso con esa falta de decoro.

Comentamos también lo patético que es alegrarse de una victoria conseguida porque uno de los contrincantes se haya equivocado insistentemente en pulsar la teclita. Es decir, la reforma laboral no se ha aprobado porque la mayoría pensara que era una opción mejor a la existente, sino porque en el mundo de los ineptos, el torpe siempre termina siendo la estrella. Era lamentable ver la alegría de Sánchez y Díaz. Faltaba Irene enseñando los pechos.

La noche del sábado me subió el ánimo y la adrenalina hasta las nubes. Cenamos en un restaurante en la calle Jorge Juan, que estaba animadísima. Por primera vez desde abril de 2020 sentí que era posible olvidar que un virus casi nos aniquila. Todos los restaurantes, bares y discotecas de la zona estaban concurridísimos, con una alegría contagiosa que aconsejaba no irse de allí. No vi ni una mascarilla. Me acosté tarde, muy tarde; y me lo pasé bien, requetebién.

El domingo almorcé con un grupo de amigos muy jupiterinos, sublimes, en la versión moderna del siglo XXI, de esa sublimidad ligada a lo cotidiano. Consideraron que el ser humano no se divide en cuerpo y alma, sino que todo es cuerpo. Es él la insignia, el blasón y el rótulo, pues es el cuerpo el que nos va recordando la pendiente hacia abajo, camino de la muerte. Somos polvos y en polvo nos convertiremos, insistían en esta idea. Después de la ligereza mágica de la noche anterior, que todavía tenía sus secuelas en mi sangre, aquella conversación me estaba pareciendo como la cabellera de Batet.

Echaba de menos al sastre y su comprensión de lo que ahora sí, y ahora no. Y aquella charla era “ahora no”. Con mi mano izquierda les di una caricia para despedirme pronto y rápido; con la derecha les di un guantazo sin guante ni aviso: “Una cosita: sois más poco sólidos con vuestros argumentos que Inés Arrimadas y sus volátiles acciones”. Lo captaron rápido y me invitaron a recrear la escena en mi próximo artículo, que es exactamente lo que estoy haciendo.

El denominador común a todo lo expuesto es que hay que dejar atrás el azadón y la guadaña, quitarse el sombrero al saludar, saber ascender con elegancia las difíciles colinas y tirarse haciendo la croqueta por las arenas suaves y cálidas, desvainar la espada a tiempo y cortar la mano a la persona que se disponía a cerrar el templo a la fuerza. Que no, que no tenía competencia para ello.

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