Banderas en julio

Francia

Es tradición que los primeros días de julio los ciclistas empiecen a pedalear en el Tour de Francia, que es la carrera por excelencia. Francia es un gran país, con una tremenda historia y una riquísima aportación a la ciencia y la filosofía, a la política y el derecho o a las costumbres y la cultura de Occidente. Desde el electromagnetismo de Ampère y las leyes de Gay-Lussac o Foucault a los descubrimientos de Pasteur o Marie Curie; desde el principio de la división de poderes de Montesquieu a los códigos napoleónicos o al impulso fundacional de la Unión Europea; desde los dramaturgos neoclásicos, como Racine, Corneille o Molière, a las cumbres realistas de Stendhal, Balzac y Flaubert; desde la configuración del olimpismo moderno de Coubertin a la competición de tenis de Roland Garros o la celebración del Tour.

Pero este año en Francia no están pendientes de la ruta ciclista, de los rodadores flamencos, los velocistas británicos o los campeones eslovenos. Este mes de julio los franceses vuelven a sufrir el vandalismo y el saqueo de una parte de su población inmigrante, principalmente de origen magrebí y de religión musulmana, que, atacando los edificios públicos y quemando la bandera de la revolución, evidencian que no han sido capaces de integrarse en la sociedad liberal capitalista, en los principios de libertad e igualdad, en definitiva, en la democracia. Más allá de las importantes algaradas de estos días que como ocurrió en 2005 se terminarán controlando, el problema es que, igual que el país vecino contribuyó al desarrollo de Europa y de la moderna sociedad occidental con aportaciones como las antes referidas, también ha sido pionero en la introducción de un tipo de emigración que no solo no acepta, sino que combate nuestro arquetipo social, político y cultural. Siendo entonces el problema de Francia un problema de toda Europa, mal haremos en no considerarlo como tal; eso sí, fijándonos en los muchos errores que han cometido allí.

Pero volvamos al Tour, que hoy ya rueda por tierras francesas, y que durante tres días han acogido en el País Vasco; con mucho entusiasmo, sí, pero también con la habitual exhibición de catetismo. ¡Qué cansinos con el repertorio de banderas y de signos independentistas! Junto a los miles y miles de ikurriñas, que restregaban a ciclistas procedentes de cualquier sitio, se han exhibido numerosas esteladas catalanas y hasta las antiguas pancartas de los presos vascos, que ya me dirán si no resultan anacrónicas después del claudicante movimiento centrípeto del ministro Marlaska.

Y de esta reivindicación inoportuna y chabacana no podemos echar la culpa a los franceses: ellos nos han traído el escenario del Tour, pero la deslealtad y la desafección con nuestro país la han puesto y la ponen siempre compatriotas que no proceden precisamente de fuera de la piel de toro. Todos esos cuneteros gritones con cortes de pelo imposibles e indumentaria de montañeros (cuanto daño ha hecho la ropa del Decathlon a la clásica y sobria elegancia de las ciudades vascas) no auguran un futuro prometedor para el desarrollo y el disfrute de las libertades democráticas en un país unido y cohesionado.

Esa es la realidad: nada bueno pueden aportar a España los que están convencidos que no forman parte de ella y que, decidiendo que su historia empieza en los albores del siglo XX, adoptan símbolos importados y renuncian a los que representan las gestas y hazañas de una patria común. Esa es la realidad: no pierden la ocasión de televisar al mundo su odio y su rencor hacia quienes les acogen democráticamente sin ni siquiera exigirles que pidan perdón por sus delitos de sedición y malversación o por sus horribles crímenes terroristas. Y esta es la realidad, aunque el presidente Sánchez no quiera reconocerla; hacerse acompañar de todos ellos, que es la única manera que tendría de renovar su mandato, no es bueno para nuestro país, aunque lo sea para él.

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