La alternativa posible en España
Se estremece la España de lenguaje politiqués cuando desde la sociedad civil se anuncian alternativas a la indudable deriva antidemocrática que vivimos. Nos confiaron al pueblo el poder de decidir cada cuatro años por mor de un régimen construido sobre las ruinas de una dictadura que no cayó por revolución sangrienta, sino por pacífico plácet, el de una oligarquía que le sustituyó con la idea de perpetuarse a conciencia. La política y el dinero han conformado siempre un extraño pero perfecto maridaje en el que mandan quienes deciden la economía y obedecen quienes asumen su condición de títeres. Maquiavelismos mediante, desde que la Constitución se aprobó en 1978, a los españoles nos redujeron a comparsa de un bipartidismo que con el tiempo se ha convertido en la costra del problema, cuando en su momento era garantía de estabilidad consentida.
Asumamos que no hay futuro con este presente. Vivimos en una nación de pirámide invertida, con el sector público agigantándose por momentos frente a un sector privado cada vez más escuálido, saqueado a burocracia e impuestos, donde la innovación se va fuera junto a un talento que encuentra en el Estado su principal competencia. La economía, puntal de desarrollo y emprendimiento, está dopada por la doble vía que componen una disparatada deuda pública, incrementada bajo el socialismo como nunca antes en la historia, y por los fondos que llegan de Europa, un grifo constante de ayudas que tienen como contraparte el silencio del Gobierno cuando de defender los intereses de España se trata. Mientras Bruselas soborna a Moncloa, Sánchez compra a media España, que sigue celebrando subidas y dádivas como si no fueran a acabarse nunca. Pero todo tiene un final.
La educación ya no es aquel ascensor que nos permitía salir al mercado y granjearnos un bienestar acorde a nuestra capacidad, mérito y esfuerzo; se ha convertido en el vehículo que adormece las conciencias futuras, criadas para ser mantenidas por el paternalismo de la administración y manipuladas por sus dirigentes, una clase política que no ha hecho otra cosa en los últimos años que constituir una industria del escaño donde en su hambre mandan otros que no son sus votantes. Las instituciones se colapsan de mediocridad colocada por aquellos que aspiran en seguir viviendo de las listas únicas. Salir de esta situación requiere algo más que discursos y voluntad: una sociedad civil que haga suyo el hartazgo y amplíe su mirada a los cambios que en su seno se anuncian.
Las democracias liberales están muriendo por el doble empuje de los nostálgicos del soviet y de quienes aspiran a caudillos de mano dura que resuelven a corto plazo, pero acaban adquiriendo poderes por encima de la misma democracia que dicen representar. Así, la España postsanchista debe empezar a construirse bajo la firme convicción de lo que primero se debe demoler, esto es, la arquitectura ideológica y moral de un régimen corrupto, en el que sus próceres presumen de ello -Ábalos como epítome de la inmundicia moral-, y depravado -con Podemos ejerciendo de reyes del abuso-, con gran parte de la población inconsecuente en su indignación y alejada de las soluciones a tomar, que no pasan por devolver la confianza una y otra vez a quienes viven de perpetuar los problemas.
Lo ocurrido en Alemania debe servir a la derecha en España para que no repita lo que allí parece que sucederá: porque al socialismo se le derrota cuando se le saca de la ecuación política: ni pactos, ni acuerdos, ni componendas. Como enfermedad del alma que es, sólo tiene una cura: su desaparición. Pero esta es la España en la que todo llega tarde y los cambios perviven hibernando en una historia que se resiste a cambiar. Los hay que no aprenden del pasado cuando llegan al poder y quienes no aprenden de su elección cuando acuden a la urna.
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