Eufemismos del obsceno clientelismo político

Eufemismos del obsceno clientelismo político

Este es el titular más repetido en las últimas dos semanas en los digitales españoles más reputados: “Montoro entrega al Congreso los Presupuestos más sociales de los últimos diez años”. Con el sobrecogedor aplauso a la recuperación del modelo que ha terminado con la clase media y sus aspiraciones en la última década y media. El titular es dramático porque en él se reflejaba la sociedad que, no sólo ha acatado, sino que necesita para desarrollarse todos los axiomas igualitaristas. El titular refleja que, a 14 meses de las elecciones autonómicas de 2019, el político es consciente del tradicional fenómeno del elector infantilizado, mucho más alarmante, si cabe, que el mercadeo del presupuesto público con el peneuvismo y el resto de los nacionalistas. Por el “bienestar social” y por el “bien común”. Por la igualdad y “la justicia de la redistribución”. Por la “solidaridad” y el resto de la encíclica socialdemócrata.

El más sorprendente hito de la ingeniería social de los partidos es que el ciudadano se coma el aumento del gasto público con el júbilo y la gula de una foca bulímica. Los socialdemócratas del PP, el PSOE y Ciudadanos saben que pescan en una sociedad que tiene un antojo corrompido por jibarizar a los fuertes para que caigan a la altura de los débiles. Nuestros políticos son conscientes de que las políticas igualitaristas no favorecen a los desfavorecidos, sino que arrastran a nuestro capital humano más valioso al zulo de los pobres de espíritu porque estos últimos prefieren la igualdad a costa del tributo y la tutela, al riesgo y a la incertidumbre de la competencia, de la libertad y de qué hacer con ella para lograr ser más que aquel que no lo merezca.

Nos repiten que los presupuestos del 2018 que han de aprobarse este mes “son los más sociales” porque el éxito estatista depende de que penetre ese eufemismo del clientelismo articulado en torno a la España improductiva que vive del presupuesto y que obtiene beneficios en función de su capacidad para organizarse en grupos de presión que, no extorsionan a Rajoy ni al PP, sino a la España que paga y que sufrirá la compra de votos de las 13 millones de personas que engordan al colectivo pensionista y funcionarial. Entretanto, los autónomos son ninguneados y las bajadas de las cotizaciones sociales, el auténtico impuesto al trabajo, sigue siendo la eterna promesa jamás cumplida de los liberales que se añaden el prefijo “–socio” por el complejito, el impacto y el coste electoral de que se lo llamen.

La instrumentalización política de ciertos colectivos para ganar en ese terreno político es grotesca, y revela hasta qué punto es culpable la sociedad por estar dispuesta a venderse a la administración. La mecánica del proceso es perversa porque incluye la colectivización que, obligatoriamente, destruye al individuo y le invita a asumir su minusvalía a cambio de que éste extienda un cheque en blanco a los burócratas metidos en los escaños, las empresas públicas, las asociaciones y los observatorios que se quedan con sus aspiraciones, su capacidad emocional, física y jurídica. Así, por ejemplo, es como deja de existir la mujer para que prospere el colectivo feminista que vive a cargo del presupuesto, así deja de existir el homosexual que, como el resto también es empresario o autónomo, para hacerlo la abstracción oligofrénica que es el colectivo LGTBI a cambio de prebendas. Y el que quiera sobrevivir fuera de esos guetos estatales sin más exigencias que su derecho a la crítica y a escapar de la asfixia fiscal correrá el riesgo de ser tildado de mata-viejas, de Torquemada de los homosexuales, de neo-ninfómana del franquismo o de Torbe depredador de mujeres.

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