Los hombres de verde

Los hombres de verde

España se retorció de dolor, una vez más en un marzo aciago, el día en que apareció Gabriel para recordarnos cómo entre la inequívoca maldad que habita en el mundo —la que nos golpea cada cierto tiempo con un hachazo de realismo insoportable, empuñada por alimañas inhumanas capaces de lo peor de nuestra especie— vosotros sois la cara amable, sin rostros identificables, de la desgracia. Ahora entiendo por qué vestís uniforme color esperanza. Nunca tendremos suficientes palabras de agradecimiento para reconocer el ingente despliegue de medios, la eficacia de las investigaciones y la excelencia profesional —a que, lamentablemente, habéis tenido que acostumbrarnos— pero sobre todo la cercanía, comprensión, empeño y tacto con las víctimas. Por el modo en que en los peores escenarios nos devolvéis la fe en el ser humano y nos recordáis la admirable proeza que supone, a menudo en estos tiempos que corren, buscar la verdad y la responsabilidad de encontrarla.

Cuanto más os conozco, más os admiro. Cuanto más convivo en vuestro día a día, más lo valoro. Os he visto sobre el terreno en maratonianas noches de insomnio y madrugones más infernales que el mismo averno que tratábais de evitar a padres y madres, rotos por la incertidumbre, para devolverles una pequeña gran parte de sus vidas que, durante días, semanas o meses, habían dado por perdida. Os he visto infatigables cuando las fuerzas de todos los demás mutaban en extenuación. Os he visto abrazaros como niños ante la imagen de un maletero abierto, para la que nunca estaréis suficientemente entrenados. Y llorar, desconsolados, calados hasta los huesos, sobre un frío y húmedo pozo abandonado el último día del año pasado. Os he visto convivir con mi trabajo, aunque no siempre fuese cómodo ni sencillo y os he visto hacerlo, siempre, con infinita paciencia y exquisito respeto. Sabed cómo y cuánto os lo agradezco.

Si tuviésemos que pagar lo que merecen vuestros desvelos, si quisiésemos retribuir las miles de horas de trabajo voluntarias, lejos de vuestras familias, si nos planteásemos compensaros la barbarie sufrida en carne propia, durante los años de plomo en la lucha contra ETA, o aliviar la angustia de vuestros hijos por los insultos recibidos al cumplir con vuestro deber en Cataluña, no tendríamos bastante. Y seguiréis adelante, callados, manteniendo en el silencio todo aquello que nos haría daño. Custodiando en vuestros corazones verdes las amenazas que nos rodean y los horrores que habéis visto, para garantizar nuestra seguridad y protegernos. Sois in-e-qui-pa-ra-bles, impagables e imprescindibles. No os equiparan porque el honor —vuestra divisa— tiene valor, pero no precio.

Los hombres de verde sois, hace mucho, más que un estereotipo made in Spain. Mucho más que una institución a la que agradecer, por hábito, su existencia. Invencibles a la desazón e inmensos ante la adversidad, os habéis ganado a pulso la admiración de todos los españoles con vuestra permanente vocación de servicio a los demás. Vosotros que todavía conserváis la humana capacidad de sorprenderos ante ciertos niveles de crueldad y os derrumbáis emocionados frente al dolor ajeno, con la humildad propia de los héroes, vosotros sois protagonistas involuntarios aunque no os guste tener que serlo. Y lo justo es reconocerlo. Que vivan los hombres de verde. ¡Que viva la Guardia Civil! Y que viva mucho tiempo.

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