Puigdemont y el Barça: estelados y estrellados

Puigdemont y el Barça: estelados y estrellados

Es la reiteración cabezona en la propagación del odio y la siembra de la discordia, la persistencia en la cizaña, el campeonato de la prevaricación. Tal para cual. De forma más sigilosa o más gritona: el indomable Puigdemont y la más hoolliganesca afición del Barça. No tienen arreglo y les trae sin cuidado el estupor que generen, la vergüenza ajena que produzcan. A granel. La aceleración de la convocatoria del referéndum ilegal y la enésima pitada al himno nacional en la final de Copa del Rey son síntoma del mismo trastorno: el que padecen quienes observan desde la naturalidad caminar al otro lado de la ley y del decoro, de la educación y de la civilización; los que incansablemente anidan en lo alto de la provocación y la gresca.

Todo en orden en las hordas separatistas. Unos con corbata o camisa negra, otros enfundados en la blaugrana y bufanda en mano, pero empujando hacia el precipicio de la división, inconscientes de que terminarán despeñándose. Antes o después. Ahora estelados; en breve, estrellados. Son caminos paralelos pero es, en el fondo, uno desagradable y pedregoso. Suicida. No extraña que las peñas del club fundado por el suizo Hans Gamper se hayan ido vaciando de supporters más allá de Cataluña, precisamente en los años en los que los culés han llenado sus vitrinas de no pocos trofeos (¡Qué triste!).

Y no sorprende que, en pleno siglo XXI y más allá de los límites autonómicos de una región tan rica y hermosa, haya ido cuajando una sensación de rechazo y de lejanía respecto de quienes —política o socialmente— han desarrollado actitudes onanistas, victimistas, cansinas, paranoicas, cainitas (¡Qué pena!). Más allá de la pregunta concreta y de la fecha exacta para este plebiscito de barretina caída y boina calada con tres vueltas de rosca, lo más patético del momento es la extensión de una forma de gobernar las instituciones y de excitar los más bajos instintos populares que tiene más que ver con la tribu que con la modernidad, con azuzar la barbarie que con ejercitar el civismo.

Poco importa el despacho de Soraya en Barcelona, o la política de guante de seda en puño aún más delicado del Partido Popular; menos que el conjunto del país se exprima para que —presupuesto tras presupuesto, factura tras factura— se multipliquen las inversiones para mayor gloria de los más despilfarradores nacionalistas. Son insaciables y testarudos, inflexibles, manirrotos, permanecen ciegos y sordos cuando se les opone la Constitución, la esencia de la democracia, las raíces de la convivencia. No será necesaria aquí la aplicación del principio según el cual ‘quien a hierro mata, a hierro muere’. El hecho de que un preboste del terror como Otegi haya provocado un incendio anunciando su apoyo desde la calle al proceso de independencia es la gota que ha colmado un vaso cuyas aguas no rebosarán porque no se llegará a la sedición. De la temeridad a la cobardía entre los barras bravas del soberanismo hay medio paso. Al tiempo.

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