Cartas encriptadas de reyes: espías, códigos y traiciones en la historia
A lo largo de la historia, ha habido muchos ejemplos de cartas encriptadas de reyes, espías, políticos, etc. Aquí vemos algunos ejemplos.
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A lo largo de los siglos, el poder no solo se midió en ejércitos o territorios, sino también en secretos. En los tiempos en que las alianzas se firmaban con sangre y una carta podía cambiar el rumbo de un reino, los monarcas aprendieron que no bastaba con escribir: había que ocultar lo escrito. Así surgieron las cartas encriptadas, mensajes disfrazados de símbolos y números que escondían traiciones, conspiraciones y estrategias. Aquellos papeles, aparentemente inocentes, fueron el arma silenciosa de reyes, espías y traidores.
Los primeros códigos del poder
La idea de cifrar mensajes es mucho más antigua de lo que se cree. En el siglo V a.C., Heródoto contaba que Histieo de Mileto envió un mensaje tatuado en la cabeza de un esclavo. Cuando el cabello creció, el texto quedó oculto hasta llegar a destino. Años más tarde, en Roma, Julio César usó su propio método: el cifrado César, un sistema tan simple como ingenioso, que desplazaba las letras del alfabeto. Quien no conociera la clave solo veía una sucesión de letras sin sentido.
Con el tiempo, los reinos se volvieron más complejos, las intrigas más peligrosas y las guerras más sutiles. Los reyes comprendieron que una sola carta interceptada podía ser mortal. Fue entonces cuando la criptografía dejó de ser un juego de ingenio para convertirse en una cuestión de Estado.
El Renacimiento y el arte de ocultar la verdad
El siglo XV trajo consigo embajadores, diplomacia y, con ellos, un nuevo miedo: el de la interceptación. En una Europa que comenzaba a comunicarse a larga distancia, los reyes necesitaban cartas seguras. Surgieron los alfabetos cifrados, los símbolos y los sistemas de sustitución que solo podían leerse con la clave correcta.
Uno de los primeros en sistematizar este arte fue Leon Battista Alberti, que en 1466 ideó un disco de cifrado con dos círculos giratorios. Podría parecer un juguete, pero su invento fue el primer paso hacia los cifrados polialfabéticos modernos.
Con el Renacimiento llegó también la política como tablero de ajedrez. Las religiones, los matrimonios y las traiciones se mezclaban en cartas selladas con lacre. Cada símbolo podía significar una alianza o una ejecución.
María Estuardo: la reina que murió por sus letras
La historia más trágica de la criptografía real es, sin duda, la de María Estuardo, reina de Escocia. Cautiva de su prima, Isabel I de Inglaterra, María se convirtió en la esperanza de los católicos que soñaban con derrocar a la reina protestante. Desde su encierro, enviaba y recibía cartas cifradas con un sistema de signos y números que creía imposible de descifrar.
No contaba con Francis Walsingham, el implacable jefe de espionaje de Isabel. Sus agentes interceptaron las misivas y un criptógrafo, Thomas Phelippes, logró romper el código. En los papeles quedó claro que María aprobaba un plan para asesinar a Isabel. Esa revelación fue su sentencia: en 1587, la reina fue ejecutada.
Códigos en la sombra: Francia, España y los Borbones
Durante los siglos XVII y XVIII, las cortes europeas se convirtieron en auténticos laboratorios del secreto. En Francia, el temido “gabinete negro” de Luis XIV abría y descifraba las cartas extranjeras sin dejar rastro. El genio detrás de esta maquinaria era Antoine Rossignol, creador del célebre Gran Cifrado, tan sofisticado que nadie logró descifrarlo hasta el siglo XIX. Cada número representaba sílabas enteras, no letras, lo que hacía casi imposible su lectura sin la clave.
En España, la corona no se quedó atrás. Bajo los Habsburgo y luego con los Borbones, los ministros y embajadores se comunicaban mediante libros de claves y tinta invisible. El conde-duque de Olivares, mano derecha de Felipe IV, enviaba cartas que solo podían leerse al calor de una vela. Hoy muchas de esas misivas reposan en los archivos de Simancas, testigos mudos de un tiempo en que el poder se escribía con prudencia y miedo.
Espías y criptógrafos: los héroes invisibles
Mientras los reyes dictaban órdenes, en los márgenes de la historia trabajaban los verdaderos arquitectos del secreto: los criptógrafos. Eran matemáticos, monjes o eruditos que dedicaban su vida a convertir palabras en enigmas. Su papel era tan crucial que muchos vivían bajo juramento de silencio, pues un descifrador podía ser tan peligroso como un traidor.
La línea entre espía y criptógrafo era difusa. A menudo, quien descifraba una carta también participaba en el espionaje, filtrando información o sembrando falsas pistas. Así nació la contrainteligencia, un juego de sombras en el que nadie podía fiarse de nadie.
El ocaso de las cartas secretas
La llegada del telégrafo y más tarde del teléfono cambió las reglas. Las cartas dejaron de ser el medio principal de la diplomacia, y con ellas se desvaneció buena parte del arte cifrado. Sin embargo, su espíritu sobrevivió. Los sistemas modernos de encriptación digital, desde los que protegen correos electrónicos hasta los que guardan secretos militares, beben directamente de aquellos métodos antiguos.
Epílogo: el poder de las palabras ocultas
Hoy, en un mundo donde los secretos viajan por cables y servidores, seguimos confiando en códigos para proteger lo que más valoramos. Cambiaron las herramientas, no la intención. Quizás por eso las viejas cartas de los reyes todavía nos fascinan: porque recuerdan que, desde siempre, quien controla la información controla el destino.
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