Ignacio Camacho: «Sánchez amnistía a Puigdemont, pero los ciudadanos amnistían a Sánchez»
«Sánchez y Puigdemont son un caso de chantajes mutuos. Puigdemont puede acabar con la legislatura, pero no va a estar nunca mejor que con Sánchez dependiendo de él», afirma Ignacio Camacho. Es uno de los mejores periodistas políticos de España, uno de los más lúcidos. La suya es una trayectoria de prestigio. Lleva varias décadas como columnista político, ha visto evolucionar a los dirigentes, ha analizado sus medidas, cuestionado actitudes y casi radiografiado la deriva de España. Sigue haciéndolo. Y, además, con una prosa soberbia que puede comprobar en «Retratos para la eternidad», un obituario joya que acaba de publicar, en el que hace un recorrido por algunas de las personalidades más destacadas de la historia reciente del plano político, artístico, cultural y empresarial que nos han ido dejando. Habla de la valentía de Suárez, «el hombre oportuno en el momento necesario»; de la coherencia de Julio Anguita; de la elegancia de Josep Piqué; de la independencia personal y honestidad radical de Nicolás Redondo Urbieta; de Alfredo Pérez Rubalcaba y su don para moverse, mejor que casi nadie, en el plano de las negociaciones secretas; de aquel Fidel que «hizo de Cuba una prisión donde los reclusos eran —son todavía— libres sin libertad»; del inconmensurable talento literario de Gabriel García Márquez o de aquella flaca de labios cenitales que hechizaba llamada Lauren Bacall. Este periodismo hecho literatura le ha valido a Ignacio Camacho ser reconocido con los más prestigiosos premios de articulismo, entre otros, Mariano de Cavia, González-Ruano, Julio Camba y Miguel Delibes.
Poniendo su mirada en Cataluña, confiesa que nada le sorprendería «en este juego de tahúres». Con crudeza, contundente, recuerda que «Sánchez amnistía a Puigdemont, pero los ciudadanos amnistían a Sánchez». Respecto al «procés», asevera que «en sí es un enorme embeleco. Los independentistas catalanes no pueden volver sobre sus pasos, a la aceptación de un Estado descentralizado; tienen que ponerse siempre un horizonte. Necesitan el confín mitológico de la secesión, de la independencia».
Educado, afable, de sonrisa amable y mirada del racionalismo ilustrado, Ignacio Camacho es hombre de estudio, análisis y consenso. Conversar con él es poner distancia a la triste realidad de la guerra civil ideológica que divide a políticos y ciudadanos hoy; a este mundo de diatribas regido por el odio por el que caminamos. Tiene claro que «ha habido un deterioro de la calidad política» y que este clima de estrés civil insoportable nació con Zapatero. «Podría haber cosido España después del 11M; sin embargo, hizo lo contrario. Provocó la fractura de los españoles». Y aquí estamos, en un bando o en el contrario —y, pobre de usted, si difiere un poco del suyo en algún punto, por pequeño que sea—, con algoritmos que crean cámaras de eco y nos encierran en nuestro micromundo de opinión. Vivimos en ellas. Sin movernos. Enfrente hay otros agrupados en otra cámara de eco, oyendo lo suyo, a los suyos. Ignacio Camacho nos las coloca delante. «Nadie se asoma por encima del muro del que Sánchez se ufana. En otras épocas había un pasillo y el pasillo se cruzaba». Su libro es un obituario a ese tiempo que fragua el último tercio del siglo XX y la primera etapa del XXI. Recuerda a Santiago Carrillo y su segunda oportunidad de retratarse ante la Historia; aquel responsable de las matanzas de Paracuellos que supo arriar las banderas republicanas, «abrazar la audacia reformista de Suárez» y contribuir a la reconciliación. Hasta se vio a Fraga estrechar su mano con la de Carrillo. Un tiempo en el que entrar en otras habitaciones era posible, un tiempo de consenso. Un tiempo. Otro tiempo.
Hoy parece imposible. Mentiras, recuerdos versionados, medias verdades y verdades se entremezclan, tejidas en aquella memoria histórica a la que Zapatero dio vida; en aquella loable dignificación de encontrar a los muertos que a Camacho le parece imprescindible, pero dañina para España por el fin con el que se ha utilizado. «Se ha usado para saltar sobre la conciliación y volver al marco de la guerra, al enfrentamiento y tratar de asociar al adversario con aquel adversario de la guerra». Una falta de memoria histórica que ha desenterrado fantasmas y se los ha lanzado a los españoles de nuevo a la cara y al alma.
Reflexionando sobre la verdad de las mentiras, dice que «los políticos han mentido siempre —la política y la mentira son consustanciales—; el problema es que ahora la mentira es impune porque a la gente ya no le importa la verdad». Si le apetece a usted pasar un buen rato (con cierta dosis de aflicción, dada la realidad del asunto) puede leer su artículo en ABC, titulado La mentida opaca en el que resume ese arte de la mentira con un Ábalos que «lo niega todo, incluso la verdad, como Sabina. Al menos admitió que a Koldo sí lo conocía». También puede ilustrarse con Amnistiar la mentira (no habla de la de los independentistas —que si algo han sido desde el principio hasta el final es claros—, sino de la del presidente del Gobierno, sus ministros, ujieres y sequito). Escribía que si hubiese que escoger un solo rasgo definitorio del presidente del Gobierno, sería sin duda su problemática relación con la verdad y la coherencia. Es la realidad. La cruda realidad. Triste, hórrida, lamentable, deprimente, con gran dosis de amargura porque, como afirma su amigo el gran escritor Arturo Pérez-Reverte, ser lúcido en España conlleva ese peaje. Pero lo peor no es esa mentira ni su mezquindad, lo terrible es una sociedad anestesiada, acostumbrada al incumplimiento, a un día lo uno y al otro lo contrario; unos ciudadanos que incluso ríen —porque, a veces, de tan delirante que es el embuste, brotan bromas, chistes, parodias y memes varios, y con ellos, carcajadas—.
Camacho recuerda a Trump y sus bolas; aquí, en España, «todos mienten, pero hay uno que lo hace más. El presidente del Gobierno». «Sánchez miente, engaña y oculta». No le gusta «un pelo», pero tampoco está de acuerdo con el ambiente de crispación que impera porque se está generando una fobia antipolítica. «Me resulta violento que en la calle se le abuchee de esa manera, que no pueda salir; aunque se lo haya buscado». Reflexiona sobre las consecuencias de tanto insulto, grito e increpación: «en algún momento habrá algún presidente de otro partido al que habrá gente de otro sesgo político que salga a hacerle lo mismo. Esto hay que pararlo alguna vez y sólo hay una manera, que tendrá que ser en el post Sanchismo (porque con Sánchez no puede ser): que los dos grandes partidos sistémicos lleguen a un gran consenso, sabiendo que los extremos les van a perturbar». Una segunda transición.
Cree que el problema de este «cernudiano país de Caínes sempiternos» es político y de educación. «Gran parte de nuestros problemas tienen origen en la falta de una pedagogía política, no adoctrinamiento, sino saber cómo funciona el sistema constitucional. Transmitimos a nuestras generaciones jóvenes un conocimiento muy débil y con sesgo».
No es raro que le preocupe la palabra España vinculada a la palabra futuro, por eso sostiene que «necesitamos liderazgos capaces de armar una revisión del modelo porque claramente el que tenemos ya no conecta con más de la mitad de los españoles». Ese empujón precisa gente capaz de hacerlo, mira al panorama y confiesa no verla ahora mismo.
Sobre la corona, cree que la princesa Leonor reinará. «Hay gente que va a trabajar para que no ocurra, pero creo que sí que será reina y que, además, será con su padre en vivo, por abdicación, porque las dinastías han percibido que los tiempos son más cortos, más volátiles».
Enfocando sus lentes en el mundo, le preocupan los populismos. En Macron y Biden ve a los últimos moderados. Además están las redes, «mucho más manipuladas que los medios de comunicación». Los periódicos, radios y televisiones los puede manipular un Gobierno, un partido político o un sector empresarial, pero «las redes las están manipulando potencias internacionales que tienen la capacidad tecnológica de hacerlo. Se llaman China y Rusia y, en menor medida, Irán e Israel. Son capaces de crear contenidos falsos y divulgarlos masivamente».
Desconfía de las historias oficiales porque nunca funcionan, «todas tienen sesgos, las escribe el que cree que ha vencido», previene sobre la mordaza, ese amago de posible control del poder contra el periodismo crítico, no es demasiado partidario del Ministerio de Cultura y, sobre todo, lo que no ve desde ningún ángulo es que el ministro de Cultura se dedique a la agitación ideológica.
Coincide con Julio Camba en la idea de que el rencor y la envidia son enfermedades crónicas españolas. No cuesta entender que se reconozca pesimista respecto al ser humano político. Demasiado escollo. Demasiado lodo. Demasiado esperpento.
Terminamos la entrevista con una sonrisa, la que provocan la hipnotizadora belleza de Lauren Bacall mirando tímidamente a Bogart en “Tener y no tener” o la glacial Katharine Hepburn, hielo puro, elegante, inteligente y “empoderada que dominaba los rodajes, a los actores”; pero también con una nostalgia, la de su amigo David Gistau, “el mejor columnista de todos los que estamos escribiendo hoy”, obituario que traspasa, fruto de este talento de poso y peso del periodismo llamado Ignacio Camacho.
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