La fidelidad de Brianda Fitz James a su taza de Carlos y Lady Di es la única lealtad de ese matrimonio
Brianda Fitz James Stuart, ilustradora e ilustre nieta de la moderna Duquesa de Alba, es fiel a una de las tazas más kitsch que ha dado la Casa Real de Inglaterra. Al igual que en las bodas de Meghan y Harry o Kate y Guillermo, la del Príncipe de Gales y Lady Di también tuvo sus souvenirs nupciales –nada económicos, por cierto– para los sedientos fans de los desayunos con menaje regio.
“Mi Taza. Conmemorando un matrimonio infiel, yo le soy fiel a mi taza favorita todas las mañanas. Paradojas del destino”, es lo que reza junto a una de las ilustraciones que contiene su nuevo libro ‘Mi Universo Re-Creativo. Curiosidades y otras bestias’ (Lunwerg Editores). Una publicación delicadamente editada en la que se mezclan personajes de la mitología, la Historia del Arte, la naturaleza y la realeza, como es el caso de esta pareja que comenzó un amor sin amor y un matrimonio sin fidelidad cuando aún ni siquiera eran un matrimonio.
La fastuosa boda de la pareja se celebró el 29 de julio de 1981, sólo un año más tarde de comenzar su extraño noviazgo, tal y como atestiguan varios detalles con mucha importancia, como el hecho de que el Príncipe de Gales pidiera matrimonio a la cándida Lady Di –tras las presiones de Felipe de Edimburgo, never forget–, sin anillo en mano. Él le pidió perdón y la futura Princesa de Gales, que aún desconocía la amargura de la traición, eligió ella misma su anillo de compromiso en Garrard’s, los joyeros de la Corona.
Un gran zafiro de seis quilates con 18 diamantes alrededor –que hoy porta la Duquesa de Cambridge– que mostró a todo aquel que lo quiso ver, incluida Grace Kelly, en el Goldsmith Hall de Londres en la primera aparición como prometidos. Incluso, según relata Kitty Kelley en ‘The Windsor’, prestó el anillo a una admiradora diciendo: “Luego tendrá que devolvérmelo. Si no, no sabrán quién soy”. Andrew Morton, biógrafo de la Princesa de Gales, escribió con crudeza que “Diana fue el perro que acude corriendo en cuanto oye silbar a su amo”.
Lady Di era perfecta y, además, al parecer era virgen. O al menos así trató de venderlo la prensa británica y los más allegados a la joven casadera. “Tiene 19 años y es una perfecta rosa inglesa”, comentó de ella ‘The Sun’ cuando se descubrió el idilio de la pareja en el otoño de 1980. “Dios. ¿Es que nunca voy a encontrar una mujer respetable?”, se quejaba continuamente Carlos de Inglaterra, a pesar de la larga lista de conquistas femeninas que tenía a sus espaldas, entre ellas la actriz Zoe Sallis o Sabrina Guinness, procedente de la rama banquera de la familia de cerveceros.
Apareció Lady Di –“Dará estatura a los descendientes”, dijo de ella el Felipe de Edimburgo–, pero la que jamás desapareció fue Camila Parker Bowles (que ha cumplido esta semana 72 años). “Esa mujer”, como la llamaba la Princesa de Gales. Sólo ocho meses antes de la boda real, ‘The Sunday Mirror’ desveló una de las deslealtades más sonadas de Carlos bajo el título de “El tren de los amores reales”. Aquellas páginas afirmaban que Diana había pasado dos días en secreto en el tren que traslada a los miembros de la Corona en sus visitas oficiales. “Una infamia y, además, falsa. Su Majestad se siente gravemente ofendida”, espetó el secretario de prensa de Isabel II.
La Casa Real pidió una rectificación, pero el director del medio Robert Edwards plantó cara a la temible Majestad y aseguró tener una declaración jurada sobre la presencia de una mujer rubia en el regio tren. El director no erraba en el tiro, pero sí en la pieza, había una mujer, pero no era Diana, sino Camila, la “chica para todo» –Girl Friday– del Príncipe de Gales. “Les ruego que me crean, ni siquiera sé cómo es”, declaraba Lady Di a la prensa para calmar el enfado de su prometido que había ‘huido’ a un viaje oficial por India por consejo de su madre.
Pero lo del tren sólo fue una de las tantas deslealtades de Carlos hacia Lady Di hasta que ésta, dando un sonoro golpe de melena a los María Jiménez en ‘Se acabó’, se vistió de Versace y Lacroix y comenzó a ser irreverente. Semanas antes de la boda, además, la joven Diana encontró entre las cosas de su prometido una pulsera de oro con un lapislázuli engastado que tenía las iniciales de GF –Girl Friday– y era un regalo «de despedida» para su amante, según el hijo de la Reina. Pero lo del tren fue sonoro, tanto que varias organizaciones feministas londinenses hicieron unas chapas que lucían una advertencia lapidaria: «¡No lo hagas, Di!».
Diana, según relata Kelley en su incómodo libro sobre los Windsor, confesó a sus hermanas las pocas ganas que tenía de casarse con un hombre que seguía enamorado de Camila. «Mala suerte, Duch», le dijo su hermana Sarah, «tu cara está hasta en las servilletas». Y en tazas, en la taza de Fitz-James Stuart a la que cada día es fiel en su desayuno. Parece un disparate, pero ésta, quizá, sea la única lealtad real y verdadera que conoció esta pareja, la fidelidad de los horteras -entre los que me incluyo, faltaría más– que se sienten fascinados por las Casas Reales, un mundo tan real como onírico.
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