Autonomías y caos

España se ha consumido entre llamas reales y metafóricas. Nuestro país ha ardido por los incendios que el Gobierno y las autonomías han sido incapaces de coordinar, por la corrupción que asfixia nuestras instituciones y por unos partidos que no buscan el bien común, sino la fractura social y el cambio de régimen. El modelo autonómico, lejos de aportar soluciones, se ha convertido en una fábrica de desigualdad, despilfarro y enfrentamiento.
Los incendios que estos días han arrasado nuestro territorio son la metáfora perfecta de la degradación política española. Cuando la Ley de Emergencias establece claramente que, al afectar a varias comunidades, el mando debe recaer en el Gobierno central, Pedro Sánchez opta por esconderse en La Mareta o tras las cortinas de La Moncloa. El Ejecutivo ha renunciado a ejercer su responsabilidad, dejando a las comunidades desbordadas, sin coordinación ni recursos comunes.
España arde y el poder se esconde. Además de todo ello, una batería de medidas y leyes desde el BOE, desde hace muchos años contra todo lo que mantenía los bosques utilizados y limpios, contra el natural ecosistema y sus habitantes, movido todo por el incompetente ecologismo, por una nociva Agenda 2030 y el misterioso, espurio proclamado cambio climático.
A este drama se suma la podredumbre institucional. El PSOE se ha convertido en una maquinaria clientelar que utiliza el Estado para su propio beneficio. Los casos de corrupción se suceden sin consecuencias reales, la justicia se encuentra atacada y en parte bloqueada y el Ejecutivo no duda en colonizarla para garantizar su impunidad. La política española se degrada a pasos acelerados, convertida en un mercado de favores y pactos oscuros.
Mientras tanto, los partidos nacionalistas y separatistas, socios privilegiados del Gobierno, trabajan sin descanso en su objetivo: dinamitar la unidad de España y avanzar hacia un cambio de régimen encubierto. En lugar de plantarles cara, Sánchez los alimenta con concesiones que debilitan al Estado y dividen a los españoles. La oposición, por su parte, aparece en ocasiones timorata, sin el pulso y la claridad que exige un momento de esta magnitud.
Todo esto es posible porque el modelo autonómico en parte ha fracasado. Lejos de garantizar la cercanía y la eficacia en la gestión, ha multiplicado burocracias, desigualdades y privilegios territoriales. Las comunidades compiten entre sí en lugar de cooperar, cada crisis demuestra la incapacidad de coordinación y los españoles padecemos un sistema que premia la fragmentación y castiga la unidad. España ha terminado siendo un Estado débil, rehén de sus propios reinos de taifas.
La conclusión es evidente: España necesita recuperar la unidad política y la fortaleza de un Estado central sólido para determinadas competencias. No se trata de retoques cosméticos, sino de un giro profundo que devuelva a la política española la seriedad, la responsabilidad y la grandeza que merece una nación como la nuestra.
Pero también hay motivos para la esperanza. La sociedad española ha demostrado, en momentos críticos de su historia, una capacidad admirable de reacción y regeneración. Hoy, más que nunca, necesitamos despertar, alzar la voz y exigir a nuestros dirigentes que estén a la altura de España. Porque esta nación, con siglos de historia y millones de ciudadanos honrados, merece un futuro de unidad, dignidad y prosperidad.
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