Verano azul, otoño rojo

verano azul

En el PP pasan del verano azul a un otoño rojo como el que cambia el polo de verano por el abrigo de invierno con la facilidad manifiesta del que tiene toda la ropa en el mismo cajón. A quien no distingue colores ni estilos, otoño de primavera y calor de entretiempo, le llegará ese momento en el que la mezcolanza de tipos obligue a portar un sinsentido de composición, combinando lo que nunca debe ser combinado. Hablo de política, no de moda.

En una de las peores campañas electorales de la historia reciente de España, el PP decidió otorgar emoción a unos sondeos que no lo ofrecían y articular un plan de comunicación y marketing a la altura de un meritorio. Claro que para ello puso al frente a quien mejor representa la abdicación de las ideas y el contubernio con quienes le desprecian por estar en el PP, y le odian por no ser de izquierdas, aunque esto último sería refutado de inmediato por su portador. Los apóstoles semperianos de la eterna enmienda aún siguen orgullosos del verano azul más rojo de cuantos hayamos visto.

Lo peor que puede tener un portavoz que representa a una organización es no ser, precisamente, la voz de la organización, esto es, defender a quienes la mantienen, que, en el caso del PP, son sus votantes, los principales accionistas de la marca. Si entre ETA y sus víctimas respondes «ninguna de los dos», entre Israel y Hamás contestas «ninguno de los dos» y ante la tesitura de optar entre autocracia y libertad afirmas «ninguna de las dos», o cuando entre Sánchez y Abascal decides, ufano, que tu elección es no estar con ninguno en caso de necesitarlo, tienes un problema de equilibrio moral entre el bien y el mal, o un síndrome de Estocolmo tan acusado como impertinente en el ejercicio de la representación pública. Los primeros ejemplos sirven para validar el eterno complejo de supervivencia que anida en Génova desde que Aznar creó el término centro-reformista para no defender los principios liberales-conservadores de una derecha moderna.

En política, la moderación no es antónimo de firmeza ni el sosiego sinónimo de tolerante. La equidistancia es el refugio de los cobardes. Porque no existe término medio cuando hay que elegir entre el terror y quienes lo combaten, los asesinos y sus víctimas o el autócrata y los que defienden la libertad. Desde que Feijóo asumió los mandos en el Partido Popular, asistimos a un continuo ejercicio de equilibrismo retórico por no ofender a quien nunca votará a la derecha, a costa de no decirles la verdad sobre las ideas, acciones e historia de la izquierda.

Las últimas declaraciones de los portavoces del PP evidencian que para ser de izquierdas ya no hace falta votar al PSOE y formar parte de un aquelarre federaloide de siglas, sumas, restas y divisiones comunistas, sino plantarse en Génova y anunciar que eres amigo de Sémper, un portavoz que, con cada declaración, está más cerca de cantar la Internacional que de apoyar un proyecto nacional que primero respete a sus votantes, y luego articule una alternativa que no pase por comprar el producto averiado de la izquierda. Lo que vemos cuando escuchamos a gallego y vasco, quizá asesorados por la misma socialdemocracia que hundió en susurros incompetentes al último Ciudadanos, induce tranquilidad en Ferraz: ni una mala palabra, ni una buena acción.

De igual forma que rendir España a sus enemigos para ostentar el poder con ignominia no es abrazar la convivencia, sino la indignidad, entregar tus principios -y a tus votantes-a la izquierda para que te acepte y aplauda no es abrazar la templanza y la moderación, sino la cobardía. Que alguien diga en Génova que gestionar el sanchismo no es una opción de voto plausible, ni el socialista templado un destino fiable. Por contentar a los que nunca te votarán, perderás a los que siempre te han votado. A los que dicen que a España le falta un partido socialdemócrata les respondo que ya lo tienen.

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