Cuento de Navidad en el frente de Tremp
Nunca hubo una tregua de Navidad declarada en la Guerra Civil, como ocurrió en las trincheras de la Gran Guerra. Las operaciones militares durante los tres solsticios de invierno de la contienda española nunca se interrumpieron, aunque en la mayoría de los frentes se limitaron a intercambio de disparos de cañón y fusilería.
En la primera Navidad del conflicto, la de 1936, en Madrid hubo toma y daca de fuego de artillería, mientras que la aviación republicana bombardeaba Córdoba y Teruel. Esta última ciudad protagonizó la actualidad bélica en la Navidad del año 1937, con el cerco de las fuerzas del Ejército Popular a los reductos franquistas bajo un frío polar, con copiosas nevadas y fuertes ventiscas, que hizo descender los termómetros a 20 grados bajo cero.
Dos días antes de la Navidad de 1938 comenzó la ofensiva de las fuerzas de Franco sobre Cataluña, que rompieron el frente en cuatro puntos. El intenso frío recordaba al inclemente invierno anterior, pero sin nieve.
En el sector de Tremp, parte de las fuerzas de la 150.ª División franquista se embebieron desde el primer día en los combates, mientras el resto quedaba en reserva, vivaqueando en las posiciones de partida de la ofensiva.
En las de La Campaneta, en la ladera este de la sierra de Campanetas, los legionarios de la XV Bandera se aprestaban a celebrar la Nochebuena en sus vivacs, mientras las otras unidades de la división se enfrentaban ya en las sierras del Cucú y de Comiols a la durísima resistencia de las fuerzas de la 26.ª División republicana.
El mando de las fuerzas en reserva había provisto a sus fuerzas de borregos para la celebración de la Nochebuena. Quedan testimonios gráficos de esos días en el frente de Tremp en que aparecen vivanderos retratados ante los animales sacrificados para el festín. En los días previos, mientras retumbaban en el valle los fieros rugidos de la guerra, los legionarios habían estado haciendo acopio de madera para cocinarlos.
Como aconsejaba la lógica precaución ante los observadores de la artillería enemiga, los borregos debían ser cocinados entre cuatro paredes, en las casas de la localidad vecina de San Salvador de Toló, y llevados después a las posiciones. Para el transporte de las viandas se tomó prestado un viejo camión del grupo de artillería que había quedado en reparación.
Se ofreció a ponerlo a punto en la víspera y conducirlo en la culinaria misión un chaval de Lorca, Mateo, que entendía de mecánica, aunque nunca contaría a sus compañeros que antes de presentarse voluntario al banderín de enganche del 2.º Tercio en Talavera de la Reina había desertado de las fuerzas «rojas». Además, había mentido sobre su edad, pues estaba a punto de cumplir 17 años, cuando para ingresar en la Legión había que tener 18.
Ya había oscurecido cuando Mateo y otros dos compañeros salieron de San Salvador de regreso a La Campaneta con el sabroso cargamento, más valioso que el «oro de Moscú».
En la conversación hablaron de su inminente entrada en combate. Mateo expresó a sus compañeros su deseo de salir vivo de la guerra y llegar a conocer algún día, dijo con la voz quebrada por la emoción, al menos a su primer nieto. Los otros rieron bromeando con el hecho de que ni siquiera había conocido mujer.
Era una noche sin luna, por lo que el camión llevaba encendidas las luces de visera, que apenas permitía iluminar dos metros por delante. A pesar de que Mateo iba poniendo toda su atención en la carretera, apenas pudo regatear con un volantazo al coche que se les vino encima en una curva. El coche colisionó lateralmente con el camión y se fue a la cuneta.
Los tres legionarios salieron de la cabina y al iluminar con sus linternas el coche siniestrado se pasmaron por lo extraño del modelo, como si fuera un futurista prototipo de pruebas. Uno de los compañeros de Mateo armó su fusil. En el interior había cuatro ocupantes, todos enfundados en cazadoras de cuero.
Al verse señalados por las luces de las linternas los cuatro salieron del coche. Parecían asustados, no tanto por el golpe como por la visión de aquellos tres chavales uniformados como figurantes de un filme de la Guerra Civil que los miraban como si hubieran llegado de otro planeta.
-Santo y seña – les espetó Mateo, aunque en realidad ni él ni sus compañeros sabían cuál era el de aquella noche porque habían salido de La Campaneta a mediodía.
-Santos, preguntan por ti – dijo el único estilizado de todos, recobrando la seguridad, mientras los otros viajeros reían con muecas impostadas.
Mateo le enfocó la linterna y descubrió perplejo que aquel tipo se parecía a su padre como dos gotas de agua.
– Usted, señor, ¿tiene familia en Lorca? -le preguntó.
– Mi abuelo materno era de allí -respondió el viajero.
– Pues es que yo soy de Lorca -aclaró Mateo.
– Qué casualidad. Pero estáis rodando una película entonces.
– ¿Una película? Qué más quisiéramos – respondió Mateo-. Menos mal que la noche, por ser la que es, está en paz. No se oye un tiro en todo el frente.
– ¿Pero no sois actores? – les preguntó el llamado Santos.
– Unos desgraciados, eso es lo que somos, como los que están enfrente. En vez de estar en nuestras casas con las familias, aquí nos tienen, camino del matadero – se lamentó el legionario del fusil.
– Ah, o sea que vais de carnaval con disfraces de legionarios en la Guerra Civil. Menuda inventada, ¿verdad, José Luis? -dijo el viajero estilizado con un indisimulado rictus de engreimiento al considerar que había acertado.
– Atrezo será el de ustedes -le respondió Mateo con no menos chulería-. ¿De dónde han sacado este cacharro tan extraño?
– Es un Peugeot de lo más normalito -contestó el llamado José Luis- ¡Koldo, por Dios, arráncalo y sácalo de ahí!
– Lo que llevan en el camión huele muy bien. Mira que llevamos ya algunas horas sin probar bocado, Pedro -apuntó Santos dirigiéndose al estilizado.
– Es carne de borrego para esta cena de Nochebuena. Si gustan, vamos a La Campaneta a dar cuenta de ella -respondió el legionario Mateo-. Para algunos será la última cena. Se dice que después de Navidad nos mandan al “fregao”.
– Tenemos prisa. Estamos de gira y debemos llegar esta noche a nuestro destino -dijo el aludido Pedro.
– Ah, entonces, los que son actores de verdad son ustedes -preguntó el tercer legionario.
– Ahí nos has pillado – sonrió Koldo con una mirada cómplice, mientras entraba en el coche.
– Sí, porque vaya película que nos vamos a montar – apostilló Santos y rieron todos los viajeros.
Los legionarios se miraron más incrédulos aún ante aquellas palabras de los extraños. El tal Koldo arrancó el coche y lo devolvió con un brusco acelerón a la calzada.
– ¿De qué íbamos hablando? -preguntó Santos mientras subían al coche-. Ah sí, de que nos conviene que haya tensión, como dice Zapatero.
– Y del muro, de que hay que levantar un muro entre los españoles -dijo Pedro-. Eso también nos conviene. Nada mejor que hacer dos bandos. Lo mejor que nos puede pasar es que la gente esté entretenida otra vez con las dos Españas.
– Claro, es la manera de sacar tajada, porque mientras dos se pegan se les puede birlar la cartera con más facilidad…
Fue lo último que escucharon Mateo y sus compañeros antes de que aquel raro coche se perdiera en la oscuridad después de la primera curva.
Mateo volvió cabizbajo al camión. Antes de ponerlo en marcha, miró con tristeza a sus compañeros.
– Me ha dado el pálpito de que el tal Pedro va a ser mi nieto -dijo.
– ¿Qué Pedro? ¿De qué hablas, Mateo?
– ¿De qué voy a hablar? De esos tipos con los que hemos chocado…
Los dos legionarios rieron a carcajadas.
-¿Esos tipos, dices? ¿Pero tú qué absenta has bebido, Mateo? ¡Si hemos chocado con un ciervo! ¡Suerte la nuestra, que ya tenemos la comida de Navidad!