Lo que va del silencio con Monedero al estruendo con Juan Carlos I

Tampoco todos somos iguales ante Hacienda

Tampoco todos somos iguales ante Hacienda

Desde Platón y Aristóteles a John Rawls, pasando por Kant o Hobbes, todos los grandes pensadores de la historia han defendido el pago de impuestos como elemento esencial de una sociedad fuerte, como motor de redistribución de la riqueza, pero partiendo de la base de que sean justos. El gran hito de esta lucha de la ciudadanía frente a los soberanos por una sociedad más equilibrada y mejor es la inglesa Petition of Right de 1628 que, entre otras cosas, marca un antes y un después en la lucha del ser humano frente a la autoridad que le saja los bolsillos sin medida ni fin. Fue la primera vez que una sociedad se rebelaba frente a un monarca, Carlos I de Inglaterra en este caso, que había decretado el cobro de tributos confiscatorios ninguneando a la Cámara de los Comunes. Aquella lucha fue el embrión de lo que con el tiempo constituye una tributación razonable: aquélla que se queda con menos del 50% de los ingresos de un contribuyente. Sensu contrario, una exacción, que según la RAE es “un cobro injusto o violento”, es toda aquella política fiscal que se apodera de más de la mitad de las rentas de una persona física.

La Petition of Right era muy clara en su planteamiento: “Que nadie esté obligado en lo sucesivo a efectuar una donación gratuita, a prestar dinero, ni hacer una contribución, ni pagar impuesto o tasa alguna, salvo común asentimiento del Parlamento”. Esta norma limitó las posibilidades de las que disfrutaban proverbialmente los soberanos británicos de tirar por la calle de en medio sangrando a sus gobernados para pagar los caprichitos reales de turno o la guerrita de guardia. Es el gran símbolo de protección de la ciudadanía frente a una fiscalidad desatada o caprichosa.

La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y la subsiguiente Constitución Francesa de 1791 iban en la misma línea: “Todos los ciudadanos tienen el derecho de comprobar por sí mismos o por sus representantes la necesidad de la contribución pública, de consentirla libremente, de vigilar su empleo y de determinar su cuantía, su cobro y duración”. Palabra arriba, palabra abajo, lo que expresa ese artículo 31 de la Carta Magna de 1978 que nuestros gobernantes, especialmente los socialistas en general y ahora Sánchez muy en particular, se pasan por el forro de sus redaños: “Todos contribuirán al sostenimiento de gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.

Como ven, papel mojado, porque si hay algo confiscatorio es ese Impuesto de Patrimonio que pretende resucitar Sánchez de la mano de sus coleguitas proetarras y golpistas. O el de Donaciones o ese a los muertos mal llamado de Sucesiones, que en el caso del beneficiario supone en resumidas cuentas que vuelves a pagar lo que ya apoquinaron tus padres o abuelos y en el del finado que vayas al cielo o al infierno continuarás pasando por la caja de Montero, Montero o quien demonios sea el titular de Hacienda.

Resulta incomprensible que el Rey Juan Carlos se metiera en un círculo vicioso que pasaba por cobrar hasta por respirar 

Este sistema ha permitido que la Casa Real tenga un presupuesto más que razonable, 8 millones al año sin contar las partidas destinadas a ese cajón de sastre que es Patrimonio Nacional, para que los Reyes, sus hijos e incluso sus hermanos y sobrinos vivan a cuerpo de rey y nunca mejor dicho. Por eso resulta incomprensible que Juan Carlos I haya cobrado comisiones ilegales como si no hubiera un mañana. Por eso se nos antoja una burla que pusiera el cazo en cada barril de petróleo que entraba en España procedente de sus primos saudíes o que trincase mordidas en la compra del avión estrella de la Fuerza Aérea: el F-18. O que se metiera en un círculo vicioso que pasaba por cobrar hasta por respirar llegando al punto de acumular una fortuna que unos cifran en 1.500 millones, otros en 2.000 y los que mejor conocen el paño “en cerca de 3.000”. Cosas de la vida, ninguno de los insiders habla de cientos de millones.

Hay quienes cínicamente justifican que hiciera un capitalito en la Transición ante la eventualidad de tener que tener que tomar las de Cartagena, la ciudad en la que inició el camino del exilio del que nunca volvería ese Alfonso XIII al que la historiografía nunca ha hecho justicia. Lo que nadie entiende y menos defiende es esa compulsividad a la hora de continuar pidiendo pasta, cobrando coimas y solicitando “dinerito de bolsillo” —así llama a unos cientos de miles de euros—. “¿Por qué no paró a mediados de los 80 cuando tenía ya la vida resuelta?”, se preguntan con retintín no pocos de sus íntimos.

OKDIARIO le pilló con las manos en la masa hace dos años y cuatro meses al publicar las celebérrimas cintas del ex comisario Villarejo con su ex novia Corinna Sayn-Wittgenstein. Allí la germanodanesa aclaraba sin tapujos que el emérito cobraba comisiones, que escondía dinero en paraísos fiscales e incluso insinuaba que se había acogido a la amnistía fiscal de 2012. Un recital de ilícitos penales y civiles. Aquella grabación puso en marcha la maquinaria de la Justicia helvética de la mano de Yves Bertossa, hijo de un gran fiscal y él mismo una estrella de la acusación en su país.

El destino, ese destino que los políticos manejan a su antojo, ha provocado que el origen del grueso de la fortuna esté siendo escrutado allende nuestras fronteras. Suiza, Liechtenstein, Panamá, Jersey y medio mundo offshore más son el granero donde Juan Carlos I esconde la mayor parte de su botín. Aquí se investiga las retiradas de dinero por parte del emérito y su familia (no Don Felipe ni Doña Letizia, honrados a carta cabal) con tarjetas de crédito contra cuentas radicadas en paraísos fiscales. Y, más concretamente, contra el patrimonio de un mexicano llamado Allen Sanginés-Krause que, más que un filántropo, es un testaferro profesional como la copa de un pino. Al punto que más de uno se pregunta si el Hotel Villamagna de Madrid es realmente suyo o o más bien del rey emérito.

La Fiscalía le persigue en España por unos pocos cientos de miles de euros, un dineral para cualquier ciudadano pero el chocolate del loro para quien, como es el caso, tiene un par de miles de millones. Esto es como si a cualquiera de nosotros nos meten una simple multa de tráfico de 200 pavos tras circular 20 kilómetros en sentido contrario y llevarte varios automóviles por delante. Nuevamente, ese Leviatán que es Papá Estado, nos toma por gilipollas: se creen que haciéndole astillar 678.000 euros la ciudadanía va a tener la sensación de que se ha hecho justicia. De que ese tan gran Rey como inempeorable ejemplo ético ha pagado sus desmanes fiscales.

El fondo es tan grave como las formas. Si a cualquiera de nosotros nos trincan sacando pasta de paraísos fiscales en la mismita España a través de tarjetas de crédito de bancos extranjeros, Hacienda nos mete una paralela que nos deja tiesos si superamos ese umbral de los 120.000 euros que diferencia el simple fraude del más execrable aún delito fiscal. Vamos, que no nos deja regularizar ni para atrás. Procede contra nosotros y que luego sea el señor o la señora juez quien resuelva si debemos ir a la trena o no, además de pasar por caja sí o sí. El delito queda extinguido sólo si el defraudador se arrepiente y salda sus cuentas con Hacienda —intereses y multas incluidas— antes de que se abra la inspección de rigor.

Ha sido similar a lo que ocurrió con la Infanta Cristina, a la que Hacienda admitió facturas falsas para evitar que incurriera en un delito fiscal

Vamos, que a todo quisqui le hubieran abierto una inspección de oficio tras conocer estas irregularidades. Lo que no es ni medio normal, lo que demuestra más allá de toda duda razonable que es una milonga eso de que “Hacienda somos todos”, es que la Fiscalía y Hacienda te avisen de que has tenido un problemilla y te animen a regularizar para así evitar el delito que le hubiera caído de no haber tenido este trato privilegiado. Algo similar a lo que ocurrió con la Infanta Cristina, a la que el Ministerio de Hacienda admitió facturas falsas para evitar que incurriera en un delito fiscal.

Un trato de favor que ha provocado que incluso los más juancarlistas del mundo mundial estén pensándoselo. Porque cuando se trata de asuntos de parné no hay filias ni adhesiones condicionales o subditismos que valgan. Como es normal, la gente se cabrea cuando contempla que mientras ellos pagan religiosamente y les tratan como a perros cuando no lo hacen, con el poderoso se actúa con guante blanco. Flaco favor le han hecho al monarca. A medio y no digamos a largo plazo se verá que detrás de lo que él interpreta como un gesto caballeroso se esconde una putada que alejará incluso a esos contribuyentes monárquicos a prueba de bombas.

¿Con qué jeta se va a presentar la ministra Montero en todos nuestros hogares a través de la pequeña pantalla para convencernos de que nuestra contribución es vital para el mantenimiento del Estado de Bienestar? ¿Cómo nos van a hablar ahora de solidaridad, justicia fiscal y redistribución de la riqueza cuando a un ciudadano, por muy rey que sea, se le libra del delito tributario, amén de hacer la vista gorda con el potosí que acumula en tierras lejanas? ¿O es que acaso ya no somos ciudadanos sino nuevamente súbditos?

Al ciudadano De Borbón y Borbón le han hecho un Juan Carlos, denominación de una corrupta práctica cuyo nombre no tiene su razón de ser en el monarca sino en ese Monedero al que se le perdonó penalmente el olvido de tributar los 450.000 dólares que había trincado de diversas dictaduras o pseudodemocracias iberoamericanas. Un hecho que a cualquier mortal le hubiera costado una imputación como la copa de un pino por delito fiscal pero que al histérico podemita le salió gratis total en términos penales. Otra vergüenza que nos sitúa temporalmente más en la España caciquil de Romanones que en esa que presume de Agenda 2030, de ser lo más en democracia, modernidad, ecologismo, progresismo e igualdad.

Con todo, lo más llamativo, que no lo más importante, es el silencio de una clase mediática que salvo honrosas excepciones calló como putos cuando saltó el trinque libre de impuestos que se había regalado Monedero y ahora grita con estruendo porque el protagonista es el representante de una monarquía que quieren dinamitar pese a que con Felipe VI funciona mejor que nunca. ¿Por qué ahora aullan como hienas, con razón pero como hienas, cuando con el monederazo de Monedero se hicieron los suecos? Pues porque a esos mayoritarios medios podemitas les importa un comino la igualdad fiscal, la ejemplaridad, la ley, la ética y, como es público y notorio, también la estética. Lo que quieren no es acabar con la impunidad tributaria sino con la monarquía, su único objetivo vital es que más pronto que tarde se vuelva a hacer realidad 90 años después la mítica frase orteguiana: “Delenda est monarchia”. Lo tienen muy complicado porque los españoles apoyan mayoritariamente el mantenimiento del status quo y porque ni a Felipe VI ni a la Reina Letizia les van a pillar en renuncios crematísticos. Afortunadamente, en este terreno el hijo no ha salido al padre. Hay monarquía parlamentaria para rato.

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