Sanidad y educación: cuatro mentiras sobre los impuestos
Cada vez que nos hablan de impuestos, los amigos del gasto público, defensores de la democracia buffet, se esfuerzan por convencernos de lo bueno que es que el Estado gaste por nosotros y, cuanto más, mejor. Para ello, nos recuerdan que «si se bajan los impuestos, no podrán mantenerse los servicios públicos» y nos insisten en que «son para colegios y hospitales».
Se trata de un argumento-vaselina para que paguemos a gusto. Qué mejor que decirnos que nuestro dinero se destinará a educar y curar, a niños y enfermos. Cómo discutir fines tan nobles. Claro, no nos van a decir que también son para mantener chiringuitos varios, a amiguetes enchufados, ministerios prescindibles, propaganda gubernamental, subvenciones a sindicatos…
Así que, cuando nos vamos enterando de cómo se malgasta, nos vienen con la segunda mentira: «Esas cosillas son el chocolate del loro». Y esta mentira ofende doblemente por dos razones. Primero, porque el mensaje que traslada es que si es poco lo que se malgasta, no pasa nada, debemos asumirlo. Como si al contribuyente no le costase ganarlo. Y segundo, porque, como toda mentira, también esta es engañosa. Así, por ejemplo, que Sánchez haya aumentado a 23 ministerios, la composición de su Gobierno nos cuesta 1.225 millones de euros más al año que el último Gobierno de Rajoy. ¡Vaya con el loro!
Y cuando llega el momento de bajar impuestos nos mienten por tercera vez: «Los bajaremos pero sin tocar la sanidad ni la educación». Y quizá eso pueda ocurrir en las cuentas del Estado, pero me temo que en las comunidades autónomas no. Ambas competencias (autonómicas) se llevan tres cuartas parte de los presupuestos regionales.
Esta mentira, al menos, es bienintencionada, la hace quien sabe que hay que recortar, pero asume el discurso de la sacralización de aquellas competencias. Queda mejor decir que no se van a tocar, por la mala prensa que tiene reducir este tipo de programas de gasto, en lugar de explicar que lo intocable son los derechos (a la educación o a la sanidad), pero no la gestión de esos derechos.
Garantizar un derecho y gestionar un servicio (sea el educativo, sanitario o cualquier otro), puede hacerse de formas muy diferentes, mediante gestión directa o indirecta, se puede desgravar o subvencionar, financiar la demanda o la oferta, blindar monopolios o permitir la competencia, liberalizar o intervenir precios, etc. Son decisiones que, según cada caso, pueden abaratar un servicio sin afectar a su calidad.
Pero si un técnico propone una fórmula para abaratar o externalizar un servicio, aparecerán los autoproclamados defensores de lo público alertando del desmantelamiento del Estado de bienestar. Y opera, entonces, el principio de la asimetría de la estupidez de Brandolini, por el que «la cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez es de un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirla». Así que el político al que le toca bajar los impuestos prefiere mentirnos en lugar de explicarnos que sí es posible ahorrar, y mucho, en educación y sanidad. Que una cosa son los derechos y otra su gestión, una cosa es la eficacia y otra la eficiencia.
Y así llegamos a la cuarta mentira: «Hay que aumentar el presupuesto». Gastar es gobernar, y cuanto más gasta un Gobierno, más favorable se muestra a aquello en lo que gasta. Medimos el apoyo a la ciencia o a cualquier asunto público por su peso (presupuestario) en el PIB y, cuando se aprueban las cuentas públicas, las aplaudimos o criticamos por el solo hecho de que las partidas suban o bajen.
Olvidamos que lo importante es cómo se gasta, no cuánto se gasta. Y aquí la educación es, también, un buen ejemplo: tras investigar la OCDE la relación entre resultados educativos y recursos utilizados se mostró que, a partir de cierto nivel de gasto, no hay una correlación entre los resultados obtenidos y los recursos empleados. Solo el gasto inferior a 50.000 dólares por estudiante de 6 a 15 años está positivamente relacionado con el rendimiento y la equidad. Una vez alcanzado este nivel de gasto, la relación entre el gasto y el rendimiento deja de existir. Pues bien, el gasto acumulado en España en un alumno en esa etapa supera hace mucho en España, los 80.000 dólares. Así, el fracaso educativo no es por falta de dinero, quizá el problema esté en la gestión o en la regulación, gracias a las leyes que aprueba el PSOE cada vez que gobierna.
Y cuando, por culpa de la regulación y la gestión, los resultados no sean los esperados, como la solución siempre será gastar más, habrá que subir los impuestos. Y así se cierra el círculo y vuelta a empezar con las cuatro mentiras. ¿Les suena?