Relato de resistencia

Sánchez socios

La derecha política sigue sin enterarse de que lo práctico y lo sencillo es lo que acerca al éxito. Más allá de cuitas ideológicas y de batallas por el poder autonómico, a su votante lo que le interesa, y aparte del que no le vota, también, es una buena gestión, tranquilidad institucional y defensa de las cuatro o cinco cuestiones que todavía unen y vertebran a la nación. Vender bien y de manera inteligible frases y medidas no es difícil cuando aspiras a gobernar en el momento crítico de la historia en el que las bases de la democracia liberal se ponen en cuestión. Sin embargo, gane o pierda las elecciones, lo primero que hace el PP es justificar cuando gana y justificar cuando pierde, justificar por qué gobierna y justificar con quién acuerda. Primero los complejos y luego los principios. En Vox, cuyos principios sí están más asentados, le falla la escenificación de sus defensas. Las banderas ideológicas no mueven voto por sí mismas, sino cuando se traducen en narrativas que la ciudadanía pueda comprender y adoptar. Rebelarte contra lo establecido está bien si sólo quieres medrar y pillar poltrona, pero si tu concepto de España va más allá, hay que articular mejor las ideas y explicarlas sin menoscabar sensibilidades que necesitarás en un determinado momento.

Así llegamos al relato de resistencia que ni PP ni Vox están sabiendo posicionar. La vergüenza en política es la trampa usada por la izquierda para dominar el escenario del lenguaje, particularmente desde que los medios de comunicación tomaron protagonismo en las campañas electorales. De manera sibilina, y con especial énfasis en España, exporta sus miserias ideológicas y sus acuerdos trasnochados a la contraparte siempre que tiene ocasión, con objeto de perpetuar una realidad en el imaginario colectivo en el que los dueños de lo correcto son siempre los mismos: los progresistas, que no sólo monopolizan los términos, también su significado, y, por tanto, sus consecuencias.

En estas semanas de impasse postelectoral, donde negociación e impostura maridan mientras la mitad del país no puede irse de vacaciones, la progresía se enfrasca en convencernos de que el PP ha traspasado todas las líneas rojas por acordar un Gobierno con Vox en determinadas autonomías. Y lo dicen con la tranquilidad de quien ha impuesto la superioridad moral en el tablero de la conversación, donde, para participar, hay que asumir primero esos principios, con la consiguiente y consecuente etiqueta despectiva.

En este contexto, el relato de resistencia adquiere más valor si cabe. Consiste en repetir la verdad a diario: que es el PSOE quien ha traspasado todas las líneas gobernando con el comunismo ruinoso, con golpistas irredentos y con el brazo político del terrorismo. Es el PSOE el único que ha pactado con la ultraderecha antidemócrata. No, no es lo mismo Vox que Bildu, como tampoco es lo mismo Vox que Podemos. Unos son los hijos de ETA, que favorecieron el exilio de miles de vascos porque les molestaban, y perpetraron el mayor apartheid político de la historia reciente en un Estado democrático. Son los que no se arrepintieron de colaborar con los que mataban e incluso llegaron a meter condenados por asesinato en sus listas. No es lo mismo Vox que Esquerra, cuyos dirigentes fueron encarcelados por dar un golpe de Estado contra la democracia. Ni es lo mismo Vox que Junts, cuyo líder es un prófugo de la Justicia por asaltar la Constitución y la ley. Y como no es lo mismo, el PP, si aún mantiene el sentido común y quiere hacer buenos esos millones de apoyos que los españoles le han dado, debe reiterarlo cada día. Hasta que España normalice lo que la izquierda ha querido desnaturalizar a golpe de propaganda abyecta.

Desde que Sánchez ocupó Moncloa, la ventana de Overton se ha ido abriendo cada vez más y lo que hace cuatro años nos parecía inaceptable, ahora se ha aceptado con suficiencia por una parte considerable de la opinión pública española. Y con la misma facilidad que esa España acepta ver a quienes amenazan, acosan, amedrentan e insultan a quienes consideran que Vascongadas y Cataluña son territorios rabiosamente españoles, y admiten que su misión es destruir la nación de todos, se debe aceptar a un partido constitucional que defiende justamente lo contrario. Y en lo contrario es donde está la mayoría de los españoles, no en lo que la izquierda de la ceja y la cuota dicen que hay que estar.

Poner pie en pared contra el relato tramposo de quienes otorgan el carnet de pactos aceptables y pactos contra natura pasa por no admitir tampoco los marcos de quien ha involucionado tanto en su discurso e ideas que ya no se le puede considerar aliado en el progreso democrático. Si seguimos admitiendo el peso de la mentira socialista, llegará un momento en el que la izquierda acabará por legalizar el asesinato (al modo en que lo consumó durante la Segunda República), construirá el discurso que lo justifique, será asumido por una parte de la población y cuando llegue un gobierno que quiera derogar dicha ley, algún portavoz de esa progresía iletrada saldrá a decir que no podemos permitirnos retroceder en derechos. Eso es lo que ha conseguido Sánchez y sus aliados no demócratas en esta legislatura acabada: vender como derechos lo que son caprichos ideológicos revestidos de atrocidades morales, que esconden en realidad una profunda infantilidad e indolencia intelectual.

Pero en el PSOE siempre tienen un relato en la recámara de engaños. Si al final Sánchez no acepta las condiciones del prófugo de Waterloo, se presentará ante los españoles como el hombre de Estado que no pasó por el aro del chantaje, cuando no ha hecho otra cosa durante años. Nos dirá que resistió a las peticiones de Puigdemont porque la Constitución es sagrada, cuando ha escupido en ella ante cada decreto ley, alguno de ellos manifiestamente inconstitucional. Y que vamos a nuevas elecciones porque, ante todo, lo que importa es España. El Estado insoportable del que advertía Constant se manifestará en plena canícula con Pedro salvando la democracia. Ante eso, también hay que resistir.

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