La peor receta para combatir la guerra
Ha dicho la vicepresidenta Nadia Calviño, esa que llamó a Pablo Casado desequilibrado y que tiene «la peor opinión posible del PP», al que ahora reclama que le preste apoyo bajo la amenaza de que, en caso contrario, el supuesto moderantismo de Feijóo sería falso, que el Gobierno ha renunciado a bajar los impuestos para combatir la crisis porque esto empujaría aún más la inflación. Yo creo que estas declaraciones hablan muy poco de su competencia técnica. Aumentar la renta disponible de las familias no equivale a que estas la utilicen para elevar su consumo. Lo normal, dada la enorme incertidumbre del momento, es que decidan ahorrar en busca de tiempos mejores, y harían muy bien.
En realidad, el argumento empleado por Calviño es un subterfugio, un pretexto para esconder el escaso margen presupuestario de que dispone el Ejecutivo, que va a tener que emplear este año más de diez mil millones para cumplir con la revalorización de las pensiones según el IPC -una de las medidas más irresponsables de los últimos tiempos-, y que sigue derrochando dinero en políticas de igualdad, en la compra de votos a los jóvenes con el bono social, y que ha decidido incrementar el ingreso mínimo vital más de un diez por ciento para ganarse el apoyo de los pobres presuntos a los que cercena la posibilidad de ganarse la vida por sí mismos.
El Gobierno ha presentado su programa populista contra los efectos de la guerra como si estuviéramos en la misma situación que en la pandemia. Pero las circunstancias son radicalmente distintas. Con motivo del Covid, el Gobierno decidió el confinamiento universal, de manera que la gente no podía trabajar y que las empresas tuvieron que echar el cierre. Se clausuró el turismo, fuente principal de divisas en un país que depende tanto de él. En aquellas condiciones tan extraordinarias, el aumento masivo del gasto público en toda Europa estaba plenamente justificado, aunque el presidente Sánchez ya demostró entonces ser el más torpe de todos sus homólogos junto a la ínclita Calviño, como demuestra que España sigue todavía muy lejos de recuperar los niveles de crecimiento anteriores a la crisis sanitaria y ha perdido aceleradamente renta per capita.
En aquella época fue el Gobierno el que impidió la actividad económica normal y por eso compensó a los afectados con un riego de dinero público. Pero ahora, la realidad es diferente. La invasión rusa de Ucrania es un acontecimiento desgraciado, pero guerras hay en otras partes del mundo. La terapia para paliar sus consecuencias no puede ser la misma.
Nuestro problema no es la guerra, sino la inflación desbocada, que lleva creciendo desde antes del conflicto bélico porque, aunque tarde, estamos recogiendo aceleradamente el aumento desproporcionado de liquidez del Banco Central Europeo, es decir, del incremento del dinero en circulación y de la masa monetaria que ha permitido a gobiernos como el español la financiación sin límite de sus delirios para consolidar el progresismo universal, y que éste ha aprovechado para subir el salario mínimo y desatar de todas las maneras imaginables el gasto superfluo e inconveniente.
El caso es que para afrontar el descontento creciente en la calle, Sánchez ha elaborado un programa que aún añade más leña al fuego del dispendio público, con una subvención indiscriminada de los combustibles que sostendrá su consumo, evitando el cambio de patrón de comportamiento que aconsejaría el aumento de los precios y el empobrecimiento general a que nos conduce nuestra falta de petróleo y de gas propios; elevando nuestra dependencia del mandarín que dirige la nación -que nos otorga las ayudas y al que deberemos prestar gratitud eterna- e incurriendo en un intervencionismo atroz en la vida económica -prohibiendo los despidos y controlando los precios del alquiler hasta un punto que no se veía desde los tiempos de Franco-.
Qué tendrán que ver todas estas ocurrencias con la guerra. Según han vaticinado los principales institutos de opinión, la capacidad del plan del Gobierno para controlar la inflación -que en marzo rozó el 10 por ciento- será mínima y, en cambio, sus efectos sobre la actividad económica, al coartar la libertad de empresa y la propiedad privada, serán notables, además de entrañar un daño grave a la reputación del país. La receta perfecta para afrontar la crisis que nos sacude sería bajar los impuestos -como ha exigido el señor Feijóo y se acordó en la cumbre autonómica de Palma-, empezando por descontar la inflación de los tributos que nos asedian, recortando las cotizaciones sociales que asfixian a las empresas o sencillamente eliminando los impuestos singulares que gravan la electricidad -además del IVA- o las gasolinas -también penadas redundantemente, pues ya soportan igualmente el IVA-.
Estas medidas no distorsionarían el mercado y conservarían el marco general de precios, que es esencial para la buena marcha de la economía. En lugar de opciones tan idóneas y apropiadas, con una duración siempre temporal, se ha decidido optar por el modelo clientelar habitual, convencido Sánchez de que le proporcionará los réditos electorales que espera, y que esta estrategia le permitirá reprochar a la oposición su falta de compromiso y la ausencia de unidad ante tiempos tan difíciles.
Pero esto es lo más parecido a un juego de trileros. Ayudar a los colectivos vulnerables, o no, castigando la eficiencia económica y finalmente perjudicándolos es un error. Lo mismo que despreciar a los ciudadanos, a los que se les hurta una explicación persuasiva y convincente sobre los efectos reales que va a tener la invasión de Ucrania. Si para combatirlos, Sánchez ha elegido seguir aumentando el gasto público y el endeudamiento se ha vuelto a equivocar, ahondando más su desprestigio en el conjunto de Europa y el desafecto general en España, un descontento que todavía tiene margen para crecer en cuanto la población perciba los escasos resultados de una política fallida.
A pesar de los cantos de sirena de los intelectuales de izquierda, el tremendo choque al que asistimos exigiría políticas de austeridad, sacrificar el crecimiento de ahora para garantizar el del futuro. Sánchez ha elegido lo contrario, ignorando el cambio brutal del sentimiento político y económico en el Continente, que ahora deberá socorrer a los países que dejen de comprar gas a Rusia -no a los que perdieron el turismo durante la pandemia- y cuyo banco emisor va a dejar progresivamente de financiar un déficit público descomunal como el nuestro. Sánchez ha elegido volver a repartir dinero antes de que Europa -que no parece confiar demasiado en sus capacidades y soporta mal su chulería manifiesta- le eche el freno. Todo es de una cortedad de miras y de un primitivismo político insondable. Esperemos que coseche su debido castigo.