El miedo a la libertad de elegir

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En La sociedad abierta y sus enemigos Karl Popper nos pone en guardia frente a aquellos grandes filósofos que, pese a haber cambiado el curso de la historia, se han distinguido por «su permanente ataque contra la libertad y la razón». Imaginemos por un momento que Popper aterrizara en la isla de Mallorca y se plantara un martes en la sede del parlamento balear en Palau Reial en busca de nuestros peculiares enemigos de la libertad y la razón.

El pasado martes 17 de octubre habría sido una jornada excelente para su llegada. No cabe esperar de los enemigos de la libertad la ingenuidad de presentarse como opuestos a ella, todo lo contrario. Todos ellos se presentan como los auténticos garantes de estos bienes que para el ciudadano corriente siguen siendo la libertad y la razón. Nadie se presenta con el alma de un tirano aunque en el fondo no sea otra cosa.

El pasado 17 de octubre se debatieron dos proposiciones no de ley, una presentada por el PSIB sobre la libertad de elección de centro y otra sobre la libertad de elección de lengua a propuesta de Vox. ¿Qué tipo de argumentos blandieron los diputados que se opusieron vehementemente al distrito único que permite la libre elección de centro y a la libre elección de la primera lengua de enseñanza? ¿Por qué su feroz rechazo a la libertad de elegir en uno y otro caso? ¿Es casualidad esta coincidencia contra la libertad de elegir, sea de centro, lengua o educación moral gracias al pin parental?

La socialista Amanda Fernández insistió en que el distrito único, o sea, la libertad de elegir un colegio fuera del barrio donde vives era en realidad una «falsa» libertad de elegir. Y era «falsa», a su juicio, porque crearía centros que serían guetos, segregaría a los alumnos en función de la clase social y podría provocar algunos cuellos de botella en aquellos centros más apetecidos, lo que privaría que algunas familias pudieran elegir el centro deseado por exceso de demanda. No acierto a adivinar qué tienen que ver estas hipotéticas consecuencias de la libertad de elegir con el hecho de que esta misma libertad de elegir sea «falsa».

La diputada de Podemos, la menorquina Cristina Gómez, incidió más o menos en lo mismo, en las fatales consecuencias («segregación», «burbujas sociales», «guetos») que acarrearía la posibilidad de que los padres pudieran elegir el centro educativo que desean para sus vástagos.

La que se llevó la palma, sin embargo, en cuanto a la rotundidad de sus argumentos, fue la diputada de Més per Mallorca, Maria Ramon, quien, abriendo también la caja de Pandora del sinfín de efectos perversos que va a comportar marcharse a un colegio fuera de su propio vecindario, abogó por «no dar herramientas a los ricos para liberarse de los problemas», declarando que elegir colegio era en realidad «la libertad de no tenerte que mezclar con tus vecinos porque son poca cosa para ti». «Esto es clasismo», aseveró. Para la otrora alcaldesa de Esporles, la posibilidad de elegir supone «dar más a quien tiene más y menos a los que están peor», conduciendo a la «segregación» escolar y a aumentar las «desigualdades sociales».

En términos parecidos pero esta vez aplicados a la libertad de elegir la lengua vehicular se expresó el más sofisticado Josep Castells, diputado de Més per Menorca, que afirmó que «el sistema educativo está al servicio de los intereses generales» y los responsables de fijar estos «intereses generales» al que debe subordinarse toda acción educativa eran naturalmente los diputados. El sistema educativo no está al servicio de «quimeras» particulares, afirmó, negando toda posibilidad a que las familias puedan elegir la educación de sus hijos. Los hijos, en definitiva, son del Estado, no de sus padres o tutores, y es el Estado en su papel de tutor quien debe procurar a «sus» hijos una educación que responda a estos «intereses generales».

Los efectos perversos de la libertad

Estas son básicamente las razones que aducen nuestros enemigos de la libertad. En primer lugar, se esgrimen argumentos de tipo consecuencialista previendo las nocivas consecuencias que conllevaría la libertad de elegir, lo que da una idea de la omnisciencia y claridad visionaria de sus detractores, un elemento recurrente entre los planificadores estatales que desde su atalaya saben y conocen no sólo nuestros deseos, también nuestros intereses y conveniencias.

Consecuencias funestas, inexorables e irreparables que ni siquiera una gestión inteligente y eficaz por parte de la Administración educativa podrá evitar. Resulta cuando menos curioso que quienes divinizan el poder del Estado para controlar hasta el más mínimo detalle de nuestras vidas y haciendas son los primeros en dudar de su capacidad para anticiparse a los problemas.

La comunidad por encima del individuo

En segundo lugar, el miedo a la libertad se disfraza de un hipotético comunitarismo benéfico que prima unos supuestos derechos colectivos o comunitarios frente a los derechos individuales, olvidando que la persona es el único sujeto de derecho en las democracias serias. La comunidad, el colectivo, es superior al individuo. Los intereses generales deben primar sobre las «obsesiones» y «quimeras» particulares ya que, de caer en el abismo de estas últimas, se dibujarían en el horizonte unos negros nubarrones preñados de «descohesión social», «segregación social», «caos» y «guetos».

Rechazo a cualquier criterio de competencia

En tercer lugar, se destila entre los detractores de la libertad de elegir una crítica más o menos explícita hacia la introducción de cualquier criterio de competencia o de mercado en la nada competitiva enseñanza estatal. De ahí que se nieguen a las reválidas o a cualquier otro tipo de prueba objetiva y externa para evaluar la labor docente, no vayan a jerarquizarse los centros o los maestros entre mejores y peores. En este sentido resulta rabiosa la defensa a ultranza de la diputada de Més, María Ramon, para que todos los colegios sean «iguales», no tanto en igualdad de oportunidades (recursos iguales, misma redistribución de alumnos con necesidades educativas especiales…) como en conseguir un igualitarismo de resultados, de modo que para una familia no suponga ninguna ventaja cambiar de colegio ya que en su vecindario va a tener un colegio exactamente igual al de otros barrios.

Para María Ramon, la Administración tiene que marcarse el objetivo, como la gran igualadora que es, de desalentar cualquier deseo de cambiar de colegio. En esta misma línea de rechazo a la competencia, tampoco nuestros enemigos de la libertad están dispuestos a mejorar la calidad educativa exigiendo responsabilidades a los maestros fijándoles ciertas metas que, a modo de objetivos, podrían llevar a una mejora de su rendimiento y, por ende, también el de sus alumnos. Al contrario, su apoyo al profesorado es firme, acrítico y sin fisuras, como si la mejora del sistema educativo no fuera con los docentes o como si éstos no fueran la pieza angular del engranaje educativo. Ni una palabra de los miles de docentes que, más quemados que un misto, esperan a los sesenta años para jubilarse. Ni de los que huyen despavoridos para cogerse cualquier baja, permiso, excedencia o alguna asesoría técnica en la consejería del ramo.

Sin atisbo de crítica a la educación estatal

En cuarto lugar, se huele a leguas que nuestros enemigos de la libertad están encantados con la enseñanza estatal. No admiten en público ni uno solo de sus numerosísimos problemas, lo que, lejos de ser una ventaja, es un inconveniente para la supervivencia del propio sistema. Entre los sindicatos, los políticos y los burócratas se han bastado solos para arruinar una enseñanza que en los años noventa, cuando se transfirió la competencia a nuestra autonomía, funcionaba razonablemente bien.

Nuestros enemigos de la libertad prefieren mirar para otro lado, como si la defensa a ultranza de la escuela estatal fuera un pilar fundamental para la supervivencia de sus propias ideologías políticas. Conservadores en estado puro y opuestos a cualquier reforma, el único problema que están dispuestos a admitir es, ¡adivínenlo!, que no se gasta suficiente dinero en la pública. En cuanto a si el desprestigio de la escuela estatal ha comportado un auge meridiano de la oferta de la educación privada en Baleares, ni una palabra. O de si quien lleva a sus hijos a la pública es porque no puede llevarlos a otro sitio. Sus estruendosos silencios son el mejor abono para que la educación estatal en Baleares lleve camino de convertirse, esta vez sí y a la vista de todos, en un gueto, como saben perfectamente todos los implicados por mucho que silben de cara a la galería mientras siga cayendo la nómina a principios de mes.

La educación estatal como remedio a las patologías sociales

En quinto lugar, no es difícil detectar cómo nuestros formidables enemigos de la libertad y la razón ilustrada dejaron de creer que la principal función de la enseñanza era la de aprender ciertos contenidos académicos y adquirir determinados hábitos de estudio que sirvieran para medrar socialmente.

Esta sería a día de hoy una visión demasiado egoísta, particular y elitista de la educación, además de anacrónica y superada por los signos de los tiempos. La meritocracia y el esfuerzo serían también traumáticos y elitistas y, por lo tanto, deben ser desterrados a cambio de un nirvana grupal en el que nadie destaque y donde todos tengan la sensación de ser iguales, también en ignorancia.

Nuestros enemigos de la libertad y la razón ilustrada creen, al contrario, que la educación debe estar al servicio de otras misiones colectivas como la cohesión social, terminar con las desigualdades sociales, neutralizar las desigualdades de cuna, el dominio de la otra lengua no materna o erradicar el clasismo.

El adoctrinamiento progresista no es adoctrinamiento: es ciencia

En sexto lugar, nuestros enemigos de la libertad niegan cualquier tipo de adoctrinamiento ideológico en las aulas y en los ya desfasados libros de texto. Ni siquiera conciben la importancia que para algunas familias significa el pin parental. Una familia cristiana es perfectamente consciente de que el modelo de familia (o familias) que se explica desde la perspectiva de género en las aulas nada tiene que ver, es más, es absolutamente contrario, al modelo de familia que inspira la Sagrada Familia de los cristianos.

Nuestros enemigos de la libertad ni se plantean estos ridículos dilemas morales. Para ellos la misión de la educación estatal es erradicar patologías sociales como son, entre otras, la desigualdad de género, el cambio climático, la caída en el uso de catalán o la penosa falta de educación sexual. No ven ningún tipo de adoctrinamiento, ni ideología, ni tampoco política: es ciencia. Y lo que no es ciencia, son «consensos» históricos intocables.

Siempre a la vanguardia de las modas psicopedagógicas

Instalados en la presciencia a la hora de señalar las fatales consecuencias que conllevaría la libertad de elegir, estos marxistas de última generación miran para otro lado ante los efectos, esos sí manifiestos y empíricamente demostrables, que han tenido sus experimentos educativos y sus teorías pedagógicas, nunca validadas por la experiencia antes de comprobar su formidable fracaso, como el dogma de la inclusividad, la introducción de las nuevas tecnologías, las famosas competencias básicas de hace unos años o las novedosas situaciones de aprendizaje.

Nada es lo que parece

No cabe esperar que la tiranía se presente desnuda a la vista de todos. La tiranía se disfraza de libertad, la opresión del individuo por la masa comunitaria se oculta bajo un manto de bucólico comunitarismo, los intereses particulares de determinados lobbies se camuflan de intereses generales, imponerte un centro por ser el más cercano a tu domicilio se transforma en un servicio altruista en la interminable lucha contra la segregación, la imposición de una lengua sagrada se encubre con una supuesta imposición de la otra foránea, el deber obligatorio de estudiar todas las asignaturas en la lengua sagrada se disimula como si fuera un derecho y una oportunidad para aprenderla e integrarte en una comunidad «acogedora, diversa y plural», la libertad de elegir se desnaturaliza para degenerar en una forma de dañar a la comunidad.

El mal se disfraza de bien, la sinrazón de razón, la creencia fanática de ciencia. Algo hemos hecho mal en la enseñanza para que a estas alturas algunos, demasiados, todavía crean todas las supercherías de los enemigos de la libertad. Como diría Alain Finkielkraut, todavía es la hora en la que «no hemos aprendido a desconfiar de la sonrisa beatífica de la fraternidad» de los Fernández, Ramon y Castells.

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