Julio Fuentes
Este viernes se han cumplido 20 años de la muerte de Julio Fuentes en Afganistán. Leo con emoción el artículo que Arturo Pérez-Reverte le ha dedicado en El Mundo, su periódico. Soy poco dado a la nostalgia. No lleva a nada. Me vencería. Pero un rato está bien. Julio tuvo, sin duda, la muerte que le permitió ser -como dice el artículo magistralmente- «la leyenda que quiso ser en vida»… cuando ya pensaba en otra distinta.
Era un tipo muy especial. Como todos los que poblaban aquella tribu única. Estoy de acuerdo con Arturo. Esa chorrada meliflua del periodista «asesinado». En la guerra se «muere». Nadie te ha invitado.
Recuerdo aquel «bombardeo surrealista» al Hotel Osijek de Croacia del que Julio no se enteró, efectivamente, porque había desconectado el sonotone. Una granada le había dejado sordo de un oído y tocado del otro en la primera guerra de Afganistán, cuando los soviéticos salieron de allí también con el rabo entre las piernas. Ya entonces Julio flirteaba con la muerte.
La foto del artículo me llena de recuerdos. Aquella cafetería acristalada del hotel que saltó por los aires convertida en metralla con el primer misil Katiusha que nos lanzó el cabrón del coronel yugoslavo (serbio, claro). Nos lo había advertido el día anterior después de invitarnos a unas pastitas muy socialistas y escasas en el cuartel de la ciudad: «Váyanse”, nos dijo al despedirse. «Mañana al amanecer bombardearemos su hotel».
De allí salió despavorido todo dios salvo algunos españolitos, un danés al que le abrieron la cabeza y hubo que vendársela y, creo, un japonés. Siempre los había en estos líos dando la sensación de que, simplemente, pasaban por allí haciendo fotos. Que se lo cuenten a Ramiro Villapadierna -entonces en ABC- que está vivo de milagro.
Cuando Julio se enteró y bajó al garaje-refugio, desconectó el sonotone de nuevo y a la luz de una vela se puso a escribir. Por algún lado tengo esa foto (en papel, por supuesto, y amarillenta de años), que es un doctorado en periodismo. El teclado, los dos dedos índice maltratándolo, la vela y su cara -áspera- en la pantalla.
El coronel serbio dejó el hotel hecho un gruyere y colocó francotiradores alrededor para volarnos la cabeza si osábamos asomarla. Solana nos sacó de allí 12 horas después desde Bruselas. Julio no paró en todo ese tiempo.
Nunca podré agradecer suficientemente haber conocido a Julio, como a tantos en aquella época excepcional, recién llegado a este oficio, y que Antena 3 Radio y Televisión (tan llena de raza y talento) me diera la oportunidad. Esos sí eran jefes. Cuando tú ibas, ellos ya habían ido y vuelto varias veces.
Vivir aquellos años iniciáticos para mí con Julio, Alfonso Rojo, Hermann Terstch, Arturo Pérez-Reverte y el gran José Luis Márquez, Ramón Lobo, Gervasio Sánchez, Fernando Múgica (que parecía espía de la CIA)… fue un sueño… una película… y la mejor escuela del periodismo de verdad. Lección vital impagable. Llegar a una estación de bus en Budapest, encontrarte a Manu Leguineche y compartir viaje con él, de madrugada, hasta Belgrado donde el psicópata de Milosevic diseñaba ya al milímetro la carnicería de Croacia y Bosnia que contamos después, previo paso sus tanques por esa Eslovenia que tanto añoran, aquí, Torra y sus fanáticos ignorantes. A Leguineche lo encontrabas en los sitios más insospechados y humildes. Era la modestia en persona.
O desayunar champagne en el mítico Hotel Moksva de Belgrado («los jóvenes reporteros sois muy raros… tomáis zumo y café») con aquel Paco Eguiagaray tan culto y pro-austrohúngaro que salía por TVE desde la Plaza Roja de Moscú con su ushanka ruso en la cabeza y pareciendo Brézhnev. Yo llevaba viéndolo (en blanco y negro) por la tele desde que era pequeño. Por no hablar de esas cenas donde Hermann, Alfonso o Javier Pérez Pellón (a los postres con whisky… yo sólo Coca-Cola) intentaban convencer a un diplomático español medio tonto (o no) de que su mujer serbia era espía y no se había enterado.
Dar en TVE la muerte de Julio (como la de Miguel Gil o Antonio Herrero) fue un trago. Tuve que pelearme con algún burócrata editor para que me permitiera hacerle el homenaje que merecía. Aún me quedaba, pese al Rimmel en los ojos y los polvos en la cara, el espíritu que todos ellos me enseñaron.
Gracias Julio.