La inmigración ilegal nos hace más pobres

Los inmigrantes ilegales no vienen a “pagar nuestras pensiones”, revela un reciente informe oficial en Francia. El económico no fue nunca un gran argumento para justificar la inmigración masiva que sufre Europa procedente de culturas distintas y distantes. De nada le sirve a una nación aumentar unos puntos su PIB si deja de ser ella misma, si se convierte en otra cosa por el influjo de una población exógena que impone sus valores y lealtades.
Uno solo tiene que pasear por París, Londres o Bruselas para entender esta evidencia, la razón por la que el rechazo a la inmigración masiva es el punto programático más popular en toda la Unión Europea, ocho de cada diez europeos.
Pero es que ni siquiera esa excusa es cierta, ni siquiera es verdad que esa inmigración invasiva nos esté haciendo más ricos, al contrario: según un reciente informe hecho público por el prestigioso diario francés Le Figaro, la inmigración masiva le cuesta a Francia un 3,4% de su PIB anual.
El titular de Le Figaro no puede ser más revelador: “Cómo la inmigración cuesta el 3,4% del PIB anual a Francia”. El informe del Observatorio de Inmigración y Demografía (OID) concluye que, lejos de impulsar el crecimiento, la inmigración le está costando a Francia el equivalente al 3,4% de su PIB debido a un desajuste significativo entre los impuestos que pagan los inmigrantes y los servicios que consumen.
Lo que el fisco galo recauda de estos nuevos franceses apenas cubre el 86 % de lo que le cuestan al mismo Estado, generando así un «déficit presupuestario». La explicación de este déficit es sencilla de desentrañar: el paro es muy superior entre la población de reciente llegados, en la que solo el 62,4% de los adultos en edad laboral tienen empleo, una de las tasas más bajas de la Unión Europea, justo por delante de Bélgica. En comparación, la población francesa nativa tiene una tasa de empleo del 69,5 %.
“La inmigración mantiene un círculo vicioso que perjudica al empleo y a la economía francesa: agrava los problemas estructurales del empleo en Francia, degrada las cuentas públicas y penaliza indirectamente a los sectores expuestos de la economía”, explica Nicolas Pouvreau-Monti, director del Observatorio, al rotativo francés.
Esta situación se ve agravada por otro mecanismo tóxico de nuestro sistema de inmigración: la reunificación familiar, que permite al extranjero residente llamar a su parentela a instalarse en el país de acogida. Porque si de quien emigra en solitario se podría esperar que lo haga con intención de abrirse camino en su nueva patria trabajando, no así de los parientes que acceden cómodamente al país y a sus servicios sociales.
Y no es algo, al parecer, que se arregle con el paso del tiempo: la resistencia a incorporarse al mercado de trabajo la “hereda” a menudo la segunda generación. Basándose en datos de la OCDE, el OID señala que el 24 % de los jóvenes nacidos en Francia de padres inmigrantes eran ninis que ni estudiaban ni trabajaban en el periodo 2020-2021, la segunda tasa más alta en Europa y el mundo occidental en general, solo por detrás de Bélgica.
Señalar este desastre, que se ha considerado blasfemo durante décadas y aun hoy se castiga como delito de odio, ha llegado al fin a la clase política europea. En Gran Bretaña, donde, según un informe de The Times, se registraron 12,183 arrestos en 2023 por publicaciones en redes sociales consideradas «amenazantes u ofensivas», el propio primer ministro laborista, Keir Starmer, tuvo que admitir públicamente hace poco que la tesis de que los recién llegados masivamente suponen un enriquecimiento económico “no se ha demostrado» y «no se sostiene».
Lo que tenemos hoy es un problema con las palabras. Seguimos hablando de “inmigración”, como si lo que Occidente vive ahora fuera ese fenómeno ocasional, con frecuencia positivo y necesario, que ha caracterizado otras épocas, en la que individuos concretos se instalan en un país distinto al suyo para trabajar, adaptarse a sus leyes y contribuir a su riqueza. Quizá deberíamos inventar una nueva palabra para definir un concepto completamente distinto.