¿Hace falta violencia para dar un golpe de estado?

¿Hace falta violencia para dar un golpe de estado?

Jurídicamente el Tribunal Supremo estableció esta semana que los hechos acaecidos en Cataluña hace dos años no eran constitutivos de un delito de rebelión o golpe de estado. Sin embargo, desde la perspectiva de la ciencia política y de análisis del comportamiento de las fórmulas antidemocráticas en el mundo durante las últimas décadas, no cabe duda de que la intención del gobierno autonómico de Puigdemont, coreado por Junqueras y por un número importante de políticos independentistas, así como por la jerarquía policial catalana, fue claramente una intentona golpista para subvertir el orden constitucional e imponer su modelo territorial en Cataluña.

El término golpe de estado traducido del francés “coup d’état” apareció cuando el rey francés Luis XIII tomó el poder enviando a su propia madre al exilio en 1617. Hace unas cuantas décadas, los tanques salían a la calle y los militares ocupaban los estudios de radio o televisión para suspender la programación habitual. Ese era el clásico ejemplo de golpe de estado militar característico en África y Latinoamérica durante la Guerra Fría o incluso en España en 1981. Sin embargo, dicha consideración de un golpe de estado como un acontecimiento sobrevenido, con el uso o amenaza de violencia y desde la ilegalidad sigue vigente en nuestro ordenamiento jurídico, obvia otras muchas formas de golpe de estado y ofrece una visión muy reduccionista.

A pesar de que el modelo tradicional de golpe de estado ha sido empleado en los gobiernos de Mauritania, Fiji, Níger, Madagascar y Guinea-Bisáu desde 2006, hoy en día los clásicos golpes militares son muy raros en comparación con algunos momentos de la Guerra Fría, como en 1964 cuando en sólo un año hubo 12 golpes de estado militares. El cada vez menor uso de esta tipología de golpismo alrededor del mundo se atribuye al final de la lucha de poder entre la Unión Soviética y Estados Unidos tras concluir la Guerra Fría.

Pero hoy en día los golpes de estado pueden ser divididos en tres categorías, posiblemente cuatro, además del clásico golpe militar. Tenemos, por un lado el “autogolpe”, en el cual un gobierno que llega al poder a través de medios democráticos erosiona gradualmente las instituciones democráticas para mantenerse en el poder permanentemente. Podemos encontrar muchos ejemplos en los últimos años, incluso podríamos encajar el caso catalán en esta modalidad de golpe de estado, muy similar al “autogolpe” peruano de 1992 cuando Alberto Fujimori disolvió el congreso con la ayuda de los militares, o el caso de Hugo Chávez en Venezuela.

Por otro lado, nos encontramos con los casos de golpes “post-modernos” que no consiste en sacar las tropas a las calles, sino que a través de las instituciones del Estado y la implicación de parte de la sociedad civil se da un retroceso a la democracia.

Finalmente, ha aparecido los últimos años la llamada modalidad de golpe de estado “híbrido”, en el cual los militares toman el poder a través del uso de la fuerza pero tratando de dar a cambio una justificación legal a sus acciones. Ejemplos de este tipo de golpe de estado podemos encontrarlos en la crisis constitucional hondureña de 2009 que sacó del poder al presidente Manuel Zelaya o en el golpe de 2013 de Al-Sisi contra el recientemente fallecido presidente Mohamed Mursi, que había sido elegido democráticamente en Egipto. Los golpes de estado híbridos son muy difíciles de juzgar desde fuera del país.

Si el final de la Guerra Fría hace casi 30 años hizo que los golpes de estado tradicionales fueran más difíciles de llevar a cabo, los líderes políticos antidemocráticos disponen en la actualidad de maneras más sutiles de aumentar su poder y aplastar a sus oponentes en nombre de la defensa de la democracia. Nadie quiere ver los tanques de vuelta a la calle, pero con lo que estamos viendo en Cataluña en los dos últimos años a través del recurrido uso de la retórica victimista, cuesta retratar en el exterior a quiénes son los verdaderos malos.

Aquí es donde se hace necesario una actualización de las leyes españolas para que vayan en consonancia con el devenir de los tiempos y de las nuevas fórmulas antidemocráticas. De no hacerlo, nuestra convivencia estará a merced de los violentos.

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