Opinión

El fin de la historia: sobre el aniversario de la Guerra Civil

Eduardo de Guzmán, periodista libertario, fue condenado a muerte por el franquismo en 1940, pena que se le conmutó. En 1976 dejó retratado, en unas memorias de título sarcástico, para su caso personal, Nosotros, los asesinos, su particular calvario por las prisiones del régimen por defender sus ideas. «Todos fuimos por igual inocentes o culpables, porque a todos nos arrastró un huracán de pasiones frente al que nada podía la voluntad individual de cada uno», escribió Eduardo de Guzmán sobre la Guerra Civil.

Esta ineluctabilidad del destino de cada español, forzado desde el golpe militar del 17 julio de 1936, a posicionarse ante la lucha a muerte entre las dos Españas, fue soberbiamente cincelada en el verso de Luis Cernuda:
«¡Qué puede el hombre contra la locura de todos!»

El propio autor de La realidad y el deseo, que no dudó en abrazar la causa gubernamental, se vería forzado en 1938 a abandonar el territorio republicano ante el temor a ser víctima de la paranoia criminal estalinista después de la detención de su amigo Víctor Cortezo, del que temió que «algún sacripante del Partido» le fuera a dar el «paseo».

Parecido al de Guzmán es también el juicio que Chaves Nogales nos dejó en el prólogo de su magistral A sangre y fuego sobre las responsabilidades de aquella guerra sin cuartel: «Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España. De mi experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros».

En sus memorias, Guzmán advirtió contra todo intento de utilizar sus recuerdos para sembrar el odio de la Guerra Civil en las nuevas generaciones de españoles. «Quien pretenda alimentar la llama mortecina de viejos rencores con cuanto a continuación se narra, hará bien en no seguir adelante», escribió.

En este llamamiento a no reavivar los rescoldos de odios superados en quienes no habían vivido la Guerra Civil, Guzmán seguiría la lección del socialista Julián Zugazagoitia, también periodista, fusilado en 1940 por el nuevo régimen. Así lo escribió en el prólogo de su imprescindible Guerra y vicisitudes de los españoles: «Todo me parecerá soportable antes de envenenar, con un legado de odio, la conciencia virgen de las nuevas generaciones españolas. Encuentro preferible que ellas, a diferencia de la nuestra, se den para su vida, como empresas únicas, las de la razón. Sería abusivo, para no decir criminal, comenzar equivocándolas con respecto a la guerra».

No puede faltar Clara Campoamor, con La revolución española vista por una republicana, entre las voces sensatas, elevadas inútilmente entonces sobre el fragor ensordecedor de la contienda fratricida. La impulsora del voto femenino en 1931 es autora de un juicio sobre la Guerra Civil que es una enmienda a la totalidad de la «memoria democrática»: «La división tan sencilla como falaz hecha por el gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad. La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los bandos (…) demuestra que hay tantos elementos liberales entre los alzados como anti-demócratas en el bando gubernamental».

Voces como las citadas encuentran en la actualidad, pese a todo, un eco extraordinario ante el restallido de tanta desmemoria interesada en removerles las vísceras a los españoles con los odios de antaño. Y digo que pese a todo porque sobre estos testigos cae hoy la sombra de la sospecha, dado que sus opiniones no se ajustan a la reescritura del pasado.

Por más que puede sorprender, el relato de este falsario y oportunista antifranquismo de medio siglo después de la muerte de Franco llega a cuestionar o contradecir el testimonio de figuras fusiladas, encarceladas o exiliadas por la dictadura como las antes citadas. A tal punto llega la reescritura del pasado por quienes promueven la «memoria democrática»: el de decretar el fin de la Historia como instrumento de conocimiento de los hechos pretéritos, sobre la base de los testimonios y los documentos coetáneos.

El lugar de la Historia es ocupado por un dictado oficial, elaborado con materias primas del mismo presente donde busca influir. El pasado es una mera excusa para alzar como cartelismo electoral el espectro de las dos Españas. Esta ensoñación fantasmagórica sólo es una vía para que una facción trate de levantar un muro frente al resto de los españoles para proteger su poder sin solución de convivencia entre diferentes ni posibilidad de alternativa.

Con la «memoria democrática» se establece por ley lo que debe recordarse y lo que no y, más allá aún, se señala cómo debe recordarse lo que nunca sucedió. Hasta el punto de que se blanqueen los «años de plomo» de la banda terrorista ETA estirando el franquismo hasta 1983, un año después de la primera victoria electoral del PSOE. Ya hay que tener poca dignidad para dar luz verde a una ley contra el franquismo en la que aceptas haber formado parte de la dictadura, tal y como querían tus socios de Bildu.

Al mismo tiempo se persigue, con hasta ciento cincuenta mil euros de multa, cualquier juicio de valor que sea considerado un descrédito solo para una parte de los protagonistas del pasado. Pero decir que el chequista Agapito García Atadell, tipógrafo del PSOE y UGT, fue un asesino sin escrúpulos no puede considerarse humillación a una víctima del franquismo: lo que sería una muy grave humillación, pero para sus centenares de víctimas, sería negar o silenciar que lo fue.

Ahora que se cumplen ochenta y ocho años del golpe militar que desencadenó la Guerra Civil, cuyo resultado trajo cerca de cuarenta años de dictadura, se vuelve a hablar de aquel pasado entre negaciones y silencios, con miedo a desafiar la verdad oficial. Los estudios históricos que se realizan a contracorriente de la versión impuesta por el BOE son castigados en los medios de comunicación estatales a la inexistencia, lo que es otra forma de censura.

La reivindicación histórica de la lucha por la libertad se ha convertido en un pretexto para atacar la libertad. A cuento de la imposición de la «memoria colectiva» se somete a proceso inquisitorial la complejidad y pluralidad de las memorias individuales y familiares, con fallos inapelables en contra en el caso de que tales memorias, ya sean de izquierdas o de derechas, contradigan los dogmas de la nueva religión orwelliana.

En definitiva, con la excusa de condenar una dictadura que acabó hace medio siglo, una nueva dictadura sigilosa amenaza hoy con condenarnos a todos al infierno de las desmemorias, los silencios y las mentiras. Lo que viene a ser el paraíso totalitario que algunos anhelan con nostalgia.