Alexis Roig: «La ciencia ya no es una herramienta más, es una arquitectura de poder»
El experto en diplomacia científica reclama una nueva estrategia europea basada en ciencia, IA y cooperación global.
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Esta ciudad española está en riesgo muy grave por tsunami: la ciencia lo ha confirmado

Es difícil encontrar a alguien con mayores credenciales que Alexis Roig para hablar de la ciencia como el idioma del poder en el siglo XXI. Investigador de la Universidad de las Naciones Unidas y del CIDOB, profesor de la Universidad Pompeu Fambra, autor de referencia sobre diplomacia científica, director del SciTech DiploHub, red global que conecta a gobiernos, científicos y organismos internacionales, y voz recurrente en foros de prestigio como la Comisión Europea, la UNESCO o el Foro de Davo, Roig lleva años anticipando lo que hoy ya se reconoce en los documentos estratégicos más influyentes: que sin ciencia y tecnología autónomas, Europa no podrá sostener ni su influencia global ni su modelo social.
No aparece en los titulares por lo que dice, sino por cómo piensa y por la forma en que sus ideas acaban encontrando forma política. Desde su bagaje académico y rol como asesor en gobiernos y organismos internacionales, Roig plantea una vía para que España y Europa retomen la centralidad geopolítica no solo desde la competitividad, sino también desde la norma, la ética y la cooperación.
Nuestra conversación, durante la cumbre de la ONU en Sevilla sobre la Financiación para el Desarrollo, desgrana cómo la Unión Europea puede reconstruir su papel en el mundo desde la ciencia, la IA y la diplomacia urbana; cómo repensar el contrato social global en la era del algoritmo; y cómo resistir los populismos con argumentos racionales, redes científicas y responsabilidad.
Usted habla con frecuencia de diplomacia científica. ¿Cómo la definiría con claridad para quien no está familiarizado con el concepto, y qué papel juega en este nuevo mundo fragmentado?
La diplomacia científica es, esencialmente, la capacidad de convertir el conocimiento en una herramienta de acción política internacional. Es mucho más que enviar investigadores al extranjero o captar talento. Es establecer canales de entendimiento basados en evidencia, tejer alianzas sobre verdades compartidas, crear normas globales a partir de consenso técnico. Cuando un país lidera una plataforma de IA responsable, cuando establece estándares éticos en biotecnología o lidera un consorcio de salud global, está haciendo diplomacia científica.
Además, y esto es fundamental, permite abordar desafíos que la política convencional no puede resolver sola: pandemias, crisis climática, gobernanza de datos. En esos contextos, la ciencia no es un añadido: es el núcleo de la cooperación. La diplomacia científica no se basa en el poder militar ni en el peso comercial, sino en la legitimidad, la coherencia y la continuidad. Y eso la convierte en una de las pocas herramientas verdaderamente constructivas de la política internacional contemporánea.
En el debate europeo sobre autonomía estratégica, la tecnología y el conocimiento ocupan un lugar central. ¿Cómo se articula esa autonomía desde la ciencia?
La autonomía estratégica no se basa solo en producir componentes o proteger fronteras: empieza en el conocimiento. Sin capacidad científica no hay soberanía tecnológica; sin soberanía tecnológica no hay soberanía política. Eso ya lo hemos entendido. Pero falta la segunda parte: cómo articular esa autonomía de forma cooperativa. Porque no se trata de cerrar puertas, sino de abrirlas con criterio.
En los últimos años, la UE ha comprendido que regular no basta. Hay que invertir, liderar, conectar. Necesitamos infraestructuras de conocimiento, interoperabilidad normativa y, sobre todo, una narrativa que permita explicar a la ciudadanía por qué importa tener nuestras propias plataformas de IA, redes de datos sanitarios, tecnologías energéticas. Los informes de Letta y Draghi lo dejan bien claro. Diplomacia científica es también esto: transformar el capital técnico en soberanía ética compartida.
¿Y en ese ecosistema de poder tecnocientífico, qué papel pueden jugar las ciudades? ¿Qué puede aportar Barcelona, ciudad que usted ha trabajado para poner en el mapa global de la diplomacia científica?
Mucho más del que imaginamos. Las ciudades ya son actores diplomáticos. Tienen competencias directas en movilidad, salud, gestión climática, datos. Es decir, en las grandes infraestructuras del siglo XXI. Barcelona tiene, además, un ecosistema investigador de primera, una comunidad científica cosmopolita, grandes empresas tecnológicas y farmacéuticas, y una larga tradición de innovación urbana. Eso le da legitimidad para actuar como nodo internacional de diplomacia científica.
Y esto no es teoría: Barcelona ya lidera redes globales de innovación urbana, ha sido referente en movilidad sostenible, en ética digital, en cooperación científica descentralizada. No fue casual que, con la fundación en 2018 de SciTech DiploHub, pasara a ser la primera ciudad del mundo con una diplomacia científica. Su reto ahora es escalar esa ambición, sumar consistencia política y proyectar una imagen clara. Porque la ciudad que mejor organice su conocimiento será, sin duda, la más influyente.
En los últimos meses, el ecosistema científico catalán ha sido noticia por diversos escándalos mediáticos. Reputadas instituciones como el VHIO, el ICFO o el BSC, así como sus directivos, se han visto señalados por supuestas irregularidades. ¿No afecta esto al prestigio internacional acumulado durante años?
He seguido los casos a los que se refiere; sin embargo, muchos de ellos parecen construidos sobre insinuaciones periodísticas con un fundamento muy limitado. Lo preocupante no es que se investigue: es que se convierta en norma mediática el juicio sin pruebas, se mezclen medias verdades con insinuaciones y datos sin fuentes. Y más en ciencia, donde las carreras dependen del prestigio y la confianza.
Dicho esto, el sistema aguanta porque está bien construido. No se tambalea por un artículo ni por una portada. Las colaboraciones siguen, los consorcios se mantienen, los proyectos internacionales continúan. Si algo aprendimos durante la pandemia es que, cuando se necesita rigor, fiabilidad y respuesta, los sistemas científicos sólidos son insustituibles. Y el de Barcelona, con todo lo mejorable que pueda ser, lo es.
¿Sugiere entonces que todo esto forma parte de una campaña contra la ciencia catalana?
No es eso lo que digo. Es algo que sucede en el resto del país y no es exclusivo del campo de la ciencia. No podemos estar pendientes de los dimes y diretes de todo lo que se publica. Creo que, a estas alturas, todos somos conscientes de las dinámicas mediáticas del mundo digital, así como de las relaciones entre poder y medios. En tiempos de tuits y clickbait, resulta francamente kafkiano pensar en destituir a directores de nuestras instituciones científicas cada vez que alguien logra difundir insinuaciones sin pruebas.
Conozco a muchas de las personas mencionadas en esos artículos y, por mi experiencia, puedo decir que la mayoría son grandes investigadores con una sólida ética profesional. Si alguien ha actuado incorrectamente dentro de una institución, que sea la justicia quien lo determine. Mientras tanto, y en respuesta directa a su pregunta, nada de esto ha tenido impacto en el prestigio internacional del ecosistema científico de Barcelona y España, que vive ahora uno de sus mejores momentos.
Usted mismo fue mencionado en alguno de esos artículos en su rol de representante del ecosistema científico de Barcelona a nivel internacional, lo que acabó costándole incluso la renuncia a un alto cargo apenas días antes de su toma de posesión. ¿Cómo se gestiona esa presión pública en una carrera donde la reputación es tan central?
Con serenidad y con el respaldo de los hechos. Hay que evitar entrar en la lógica del espectáculo mediático. La ciencia y la diplomacia deben sostenerse sobre otros ritmos. No podemos permitirnos gobernar las instituciones científicas por la regla del clic o la “pena de telediario”. Si hay irregularidades, que se investiguen con garantías. Pero la erosión sistemática del prestigio por vías mediáticas tiene efectos perversos, no solo sobre las personas, sino sobre la confianza ciudadana en la ciencia y las instituciones científicas.
Deslegitimar la ciencia cuestionando la ética de quienes la hacen y la dignifican solo sirve para dar alas a quienes no quieren que la ciencia sea uno de los grandes pilares que nos rige. Sin ciencia, sin verdades universales, todo se vuelve relativo. Y eso es el sueño de cualquier forma de populismo, tanto de izquierdas como de derechas. Lo estamos viendo en muchos países de nuestro entorno, y sería muy preocupante que esa fuera también la senda que tomara nuestro país.
A la larga, lo que queda no son las insinuaciones, sino la obra. Si uno ha contribuido a construir puentes, a consolidar redes científicas, a atraer inversiones tecnológicas, a impulsar estándares internacionales, eso permanece. El tiempo es el aliado de quienes trabajan con responsabilidad y ética.
El sistema internacional vive una creciente fragmentación. ¿Puede la ciencia seguir siendo un espacio de integración, más allá de los bloques políticos y comerciales?
Lo es, aunque cada vez cuesta más. Durante mucho tiempo dimos por sentada la neutralidad de la ciencia, pero ahora estamos viendo que también puede ser instrumentalizada. Aun así, sigue siendo uno de los pocos lenguajes capaces de generar confianza entre actores que no comparten ni valores políticos ni alianzas estratégicas.
Cuando un equipo de científicos colabora entre Europa, China y Estados Unidos en modelos climáticos, está ejerciendo diplomacia científica. Cuando se crea una base de datos compartida sobre patógenos, o se desarrolla una vacuna desde un consorcio internacional, también. Pero no basta con que la ciencia sea técnicamente neutral: tiene que estar respaldada por instituciones sólidas y marcos éticos compartidos. Eso requiere voluntad política. Y visión estratégica.
¿Y cómo se traduce eso en una estrategia real para Europa?
Europa tiene una oportunidad única, pero también una responsabilidad enorme. No será un actor relevante por su volumen, sino por su capacidad de estructurar el debate global. Y eso pasa por un liderazgo basado en normas, en estándares, en pactos multirregionales. La ciencia y la tecnología deben estar en el centro de esa ambición.
Hace años que defiendo que Europa debe pasar de regular a proyectar. No basta con tener las mejores leyes de protección de datos o regulación de IA. Hay que generar instituciones que permitan codiseñar esas normas con otros actores del mundo. Y ahí es donde la diplomacia científica es clave: no se trata solo de protegernos, sino de contribuir activamente a que el mundo sea más gobernable.
¿Qué lugar ocupa la inteligencia artificial en esa lógica? ¿Es solo una tecnología más o estamos hablando de una verdadera estructura geopolítica?
La IA es la infraestructura invisible del poder contemporáneo. No se trata solo de si automatizamos procesos o predecimos tendencias. Se trata de quién define los criterios de justicia algorítmica, de qué datos se usan para entrenar sistemas, de cómo se arbitra entre eficiencia y derechos. Es decir, de decisiones políticas de altísimo nivel.
Una IA entrenada con ciertos valores generará una visión del mundo concreta. Por eso es tan importante que no dejemos esas decisiones en manos de unos pocos actores tecnológicos o financieros. La gobernanza de la IA debe ser global, cooperativa, plural. Y ahí es donde Europa puede aportar mucho: desde su tradición normativa, desde su capacidad técnica, pero también desde su compromiso con la equidad. Si queremos que la IA refuerce la democracia y no la erosione, debemos tratarla como una cuestión de política internacional, no solo de innovación industrial.
¿Eso implica repensar también el concepto de innovación?
Completamente. Hemos confundido innovación con novedad y con velocidad. Pero la innovación verdaderamente transformadora es la que genera estructuras nuevas, sostenibles, justas. Hay tecnologías que brillan y tecnologías que cambian las reglas. Europa debe apostar por estas últimas.
Necesitamos una diplomacia de la innovación que entienda que la frontera entre ciencia básica, aplicación tecnológica y utilidad social no es estanca. Que vea la innovación no como una carrera individual, sino como una construcción institucional. Y que vincule la excelencia con la responsabilidad.
¿Qué puede aportar España en este debate? ¿Cómo puede jugar un papel relevante en esa gobernanza internacional desde su posición?
España tiene mucho más margen del que cree. Tiene legitimidad como país puente, capacidad para generar confianza, buena diplomacia profesional y un ecosistema científico cada vez más conectado. Si España asume que su capital está en su capacidad de conectar Europa, América Latina, y el gran Mediterráneo, puede construir una narrativa propia.
Pero eso exige coherencia interna, inversión estratégica y un marco de diplomacia tecnológica claro. No se trata solo de estar presentes en foros internacionales, sino de tener algo que decir. Y eso se logra cuando la política exterior incorpora ciencia, tecnología e innovación como activos estratégicos, no como elementos secundarios. El futuro será de quienes construyan consensos tecnológicos y éticos con los demás. Y España puede estar en ese grupo si se lo cree.
La cumbre de desarrollo sostenible de la ONU se celebra en Sevilla en un momento de gran tensión internacional. ¿Qué puede aportar España, desde la ciencia y la tecnología, al debate global sobre desarrollo?
España puede y debe ofrecer una forma distinta de entender el desarrollo: no como algo que se exporta desde los países ricos, sino como algo que se construye juntos, con ciencia compartida, innovación situada y alianzas genuinas. Podemos liderar plataformas de datos abiertos en salud, redes científicas multirregionales, consorcios para tecnologías limpias o cooperaciones triangulares como las que comentábamos.
La ciencia no debe convertirse en una nueva frontera geopolítica, sino en un terreno común. Y ahí España tiene credibilidad, tradición y activos. Pero hay que dar el salto: pasar de la cooperación basada en la ayuda a la cooperación basada en capacidades compartidas. Hay países que no necesitan recibir tecnología, sino participar en su diseño. Si sabemos estructurar eso, la diplomacia científica puede ser una herramienta poderosa de justicia global.
¿Y qué representa para usted que esta cumbre tenga lugar precisamente en Sevilla? ¿Puede la ciudad jugar un papel más allá del evento?
Sevilla puede ser mucho más que anfitriona. Tiene historia, talento, instituciones académicas, proximidad al norte de África y un imaginario que sigue resonando. Hay ciudades que son relevantes por lo que producen y otras por lo que representan; Sevilla tiene potencial para ser ambas.
En la nueva diplomacia científica, las ciudades que conectan redes, generan discurso e institucionalizan la cooperación se convierten en actores clave. Esta misma semana hemos asistido al acto del inicio de las obras de la nueva sede del Joint Research Centre de la Comisión Europea en Sevilla, centro oficial de ciencia aplicada a las políticas públicas. Es una apuesta estratégica por situar a Sevilla como nodo europeo de conocimiento en sostenibilidad, inteligencia artificial y transición ecológica.
Esta cumbre puede marcar el inicio de un nuevo papel para la ciudad: como espacio de reflexión sobre desarrollo sostenible, sede de redes científicas intercontinentales y lugar donde se formulen políticas globales desde el conocimiento. Las ciudades que asumen un propósito ganan peso internacional. Y hoy, el propósito más transformador es el conocimiento.
Si tuviera que proyectar el lugar de España en el mundo dentro de una década, desde la óptica de la diplomacia científica, tecnológica e innovadora, ¿cómo lo imagina?
Me gustaría ver una España que lidera con conocimiento, no con miedo. Que tiene una red estable y bien formada de consejeros científicos en todas sus embajadas, que impulsa centros de excelencia reconocidos internacionalmente y que forma parte activa de las grandes decisiones sobre gobernanza europea y global de datos, la IA, la salud o el cambio climático.
Una España que traduce su historia en capacidad diplomática, su diversidad en pensamiento complejo y su cultura en liderazgo ético. Una España que no duda de que su mayor activo no es su tamaño ni sus recursos naturales, sino su capacidad de conectar ideas, personas y datos con un propósito común.
Y, sobre todo, una España que se atreve a decir sin complejos que la ciencia no es un apéndice del poder, sino su fundamento más legítimo. Porque cuando todo es volátil, la ciencia es lo más parecido a un suelo firme. Y el país que entienda eso será el que guíe al resto.